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Mostrando las entradas de agosto, 2004

¿Pasarás por las muertas?

Cuando anuncié a mi pequeña hija que viajaría a Ciudad Juárez , me preguntó preocupada: ¿Pasarás por las muertas de Juárez? —No, hija, pasaré por otro lado —dije. Mentí. No pasaré por otro lado. Porque no hay otro lado. Las muertas de Juárez nos circundan y sus fantasmas ululan sobre nuestros cráneos, dondequiera que estemos. No pasaré por las muertas. Quisiera pasar por ellas, sacudir el polvo de su desnudez avergonzada, levantarlas y llevarlas a otro sitio. Al destino a donde se dirigían. Al que soñaban un día llegar. O simplemente revivirlas. En cambio paseo por Juárez , resguardada en un carro, acompañada de una mujer desconocida. En la ventana encuentro la justificación de mi silencio. Veo un paraje arenoso, lleno de llantas y basura. Supongo que ese no es el lugar por donde se pasa por las muertas. Pero se le parece tanto. Cuando nos alejamos de ese paisaje, interrumpo mi propio monólogo, para dirigirme a la mujer desconocida que conduce: —No sé cómo preguntart

Código roto

Hay un código que tengo perdido desde que era niña. De tenerlo, sería otra clase de persona. Cuando estaba en el Kinder , una vez entré a la capilla antes de llegar al salón . Me arrodillé por media hora con mi mente en blanco. Fui sacada de mi contemplación por un largo jalón de orejas. Y nunca entendí por qué si la escuela tenía una capilla, no debía visitarse; nunca entendí por qué si Dios estaba por encima de todas las cosas, la maestra estaba por encima de Dios. Después, en preescolar, mientras hacía fila para ser calificada, veía las planas de otros niños: Chuecas y fuera de renglón. Las mías, con sus bolitas redondas y perfectamente alineadas. Los demás niños se llevaban la felicitación y la estrella de la maestra. Yo sólo un R de revisado. Y nunca entendí por qué si hacía bien las cosas, no merecía una felicitación o una estrella qué ostentar en mi frente. En cada cumpleaños iba mi prima favorita a casa. Llegaba con dos regalos. El mejor atraía mi vista. El mejor atr

La cifra que aborrezco

Escucho la conversación que forma parte del bullicio del parque , alrededor de una carreta de hot dogs; poco a poco se aisla y se vuelve más clara, junto con sus personajes: el hotdoguero y su compadre que ha llegado a visitarlo en bicicleta. -¿No me ferea este billete de 200, compadre? -No. Es que, ¿sabe? No me gustan los billetes de 200. -¿Cómo que no le gustan?, ¿qué quiere decir? -Pues que no me gustan, compadre. En cuanto llega un billete de 200 a mis manos, luego-luego voy a comprar algo para feriarlo. No sé, los tengo como aborrecidos. Aborrecer no el dinero, sino un billete de concretamente 200 pesos. Me encantaría dejar el hot dog ahí en la barra. Tomar al compadre visitante de la mano y sentarlo en una banquita del parque. ¿Se puede aborrecer una nominación específica de billete? ¿Por qué los aborrece? ¿Qué siente: náusea, coraje, aburrimiento? ¿O le trae malos recuerdos? Tomo el hot dog y me siento sola en la banquita. Alrededor, el señor que aborrece los de 200 s

Gatos sin dueño

Cuando era niña y pensaba cómo sería mi vida apenas “cruzandito” el umbral del 2000 , imaginaba cosas buenas. Como toda niña. Imaginaba prados verdes, como los que veía alrededor del Río Yaqui (era lo más verde que conocía); tecnologías avanzadas como salía en los supersónicos; paz mundial. Pero aunque cruzamos esos tres ceros con la prestancia de un tigre de bengala a través de aros de fuego, ahora nos hemos echado a la sombra, aburridos como un gato sin dueño. Las calles no son elevadizas y siguen teniendo los mismos baches de la infancia (esos u otros, en eso sí se nota el paso del tiempo); la palabra “paz” ahora es un vocablo al que cínicamente se le añade la interjección “Ja”, y sólo es preocupación de las misses cuando concursan en belleza; y lo verde, pues es un buen tópico para el marketing. Veo la tele, escucho la música, leo literatura joven, e invariablemente veo ese desencanto lleno de ironía, de humor, de rendición. Hasta parece frivolidad. Hasta parece que ya