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Entradas

Mostrando las entradas de octubre, 2004

Vicente

El y ella bailan. Abrazados. Lentos. Se tocan como si el otro fuera la persona más frágil. Se acogen como si el otro fuera la persona más protectora. Cierran los ojos. Y sonríen. Cada quien ve en sus párpados pasar la vida. Sonríen como si ambos vieran pasar la misma vida. Esta danza lleva más de 30 años. ¿No parece a veces un milagro que sus pies se muevan con la misma cadencia? ¿Y que las canciones que bailan tengan recuerdos comunes? A él le han puesto una fecha límite a su vida. Ella disfruta cada canción. Los veo y digo: ésta es la imagen quiero recordar. Don Vicente se ha separado de ese abrazo. Y así lo recuerdo: bailando con sus amores, con sus recuerdos, con una música que nosotros no escuchamos, con su espíritu pleno.

El ombligo de mi padre

“Descubren misterio del ombligo ”, advertía una pequeña columna de la prensa. Mis ojos se echaron un clavado suicida. El título prometía una revelación tan misteriosa y profunda como el mismo Génesis, o tan compleja como un tratado de Darwin. Pero al momento de querer entrar a esa sagrada caverna del conocimiento, rápidamente se cerró la puerta en mis narices: “Con una muestra de 5,800 personas, investigadores han descubierto de dónde proviene la basurita que se acumula en el ombligo”. Ya estando en circunstancias tales, me resigné a asomarme por el cerrojo: Esta revelación disminuida se limitaba a cuatro incisos tan inexplicables como los siguientes: a) La basurita se acumula más en ombligos de varones que de mujeres; b) La basurita proviene en su mayor parte de la ropa; c) El color que prevalece es el azul; d) La basurita se forma al subir pequeñas partículas por el pelo hasta acumularse en el ombligo. No les extrañe que me haya atraído la búsqueda de una información tan apa

Cartas

Inmóvil esperaba a que el tomento suspendido en el aire llegara a mis manos. Un movimiento sutil o una respiración y lo alejaba de mí. Cuando por fin hacía que esa escuálida mota de diente de león aterrizara sobre la palma de mi mano, mi abuela exclamaba: ¡te llegará carta! Nunca me llegaba carta a mí, era demasiado pequeña para ser destinataria; pero en casa siempre se esperaban cartas, de las tías de Tijuana, de las tías de Navojoa, del primo de Monterrey... y siempre llegaban. El silbato agudo y melancólico del cartero se vaciaba por el porche y por las ventanas siempre abiertas de la casa. Yo salía corriendo por el largo pasillo que llevaba hasta el portón de la entrada. Y ahí estaba un cartero al que nunca veía la cara, sólo su bolso de cuero gastado, y sus manos que alborotaban el olor del cuero al buscar entre las cartas una, dos, tres que habían viajado hasta nuestra casa. Y de nuevo el recorrido, ahora gritando por el pasillo: ¡cartas, llegaron cartas! Pienso en es

Baldío

Un gato negro , agazapado entre las ramas del baldío, mira fijamente al gato blanco que descansa sobre el muro que resguarda ese jardín secreto. Se miran fijamente, inmóviles, con sus espinazos arqueados; parecen dos bestias mirándose desde la eternidad; dos símbolos suspendidos en el tiempo. En el poder de la imagen está representada esa lucha mítica entre el bien y el mal que posee toda cosmogonía. Abajo, en ese jardín montaraz , cultivado por la mano del azar, las especies vegetales crecen promiscuamente una sobre otra. Parece un edén caído, una belleza corrompida y atormentada por la serpiente y la manzana. El gato negro asoma su mirada intensa, dueña de ese caos y mimetizada en él y la dirige fijamente al gato blanco. Arriba, el gato blanco , recostado sobre el muro, parece saberse dueño, pero también invadido y ajeno a ese jardín dañado. Mira al gato negro con menos fijeza; su posición convierte al otro en presa. Lo mira como algo suyo y le aburre al saberse desamado.