Sólo tengo tres cicatrices en mi cuerpo. Cada una de ellas parece el grabado de una experiencia indeleble en la caverna de los recuerdos.
Mi pie.
Tenía 4 años. Y era un títere entre las manos de mi hermano de 7 (a esa edad, toda una figura a ser admirada), y las de mi vecino Oscarito, de 3 años, con quien me desquitaba de la autoridad de mi hermano.
-Mira, Oscarito, ahora te demuestro que mi hermana sí es la mujer biónica.
-No creo, la mujer biónica sale en la tele, y es rubia y no es niña.
-Ah, es que ahora fabrican mujeres biónicas de todas edades.
-No creo.
-Pues ya verás.
Yo oscilo hipnóticamente entre uno y otro. Ahora mi hermano al fin se dirige a mí.
-A ver, demuestra que eres biónica.... Eh... Salta “eso”.
“Eso” era una varilla de 30 cm donde atábamos a nuestra perra Natacha ocasionalmente. No discutí. Me alejé unos pasos para tomar vuelo, porque de lo que sí tenía conciencia era de la escena que tenía que representar: el drama de una mujer con un mecanismo interno que la convertía en la más rápida y poderosa del mundo. Me detuve a pensar, ¿en cámara lenta o en rápida? Mmm... lenta, porque si lo hago en cámara rápida se notará que no soy biónica. Ahí voy corriendo en cámara lenta, queriendo que mi pelo castaño volara como en la tele... imposible en cámara lenta (¿cómo le hará ella?). Saltar lentamente no es la cosa más sencilla y segura que hay, uno de mis pies no se elevó lo suficiente y mi empeine, aerodinámicamente extendido sobre la varilla, rozó la punta oxidada de ésta, y caí de boca en el suelo.
No era necesaria conclusión de la escena, pero Oscarito, que no sabía manejar la tensión dramática, concluyó burdamente: “¿Ya ves? No es biónica”.
Sabrán lo que vino después: vacuna contra el tétano, montones de agua oxigenada, vendas, pomadas, sulfatiasol.
Consecuencia: Una cicatriz lineal en el empeine del pie izquierdo. Así descubrí que cuando se trata de demostrar algo, nunca lo logro. Tengo lo que llamo desde entonces “el síndrome biónico”: Nunca he podido concursar, cantar en público o jugar pensando en ganar; me parece ridículo.
Mi rodilla.
Jugaba al bote robado. Me había parecido una tarde eterna, en la cual no se oían los llamados de mi madre para que me metiera ya a casa. Era la primera vez que jugaba en la calle con los niños del barrio y yo era la única mujer. “Uno-dos-tres por Antonieta”, escuchaba, y mi nombre me sabía diferente en los labios puerilmente masculinos de los niños. Me sentía libre, ágil, astuta; estaba haciendo un buen juego. De eso dependía que obtuviera el respeto de los niños, que me vieran como a una igual, pero también como una niña (¿Y como una niña bonita e inteligente...? Mejor; a esforzarse más, entonces). Pero en un momento crucial, cuando iba velozmente a salvarme no sólo yo, sino al niño que más me gustaba, me barrí con la tierra suelta de un jardín abandonado, y mi rodilla se deslizó, no diré que con suavidad, sobre la banqueta rugosa, donde además estaban las manos mías y de mis 5 hermanos estampadas a bajorrelieve. Había sido mi oportunidad para romper el “Síndrome biónico”, y hasta ese momento todo iba bien. Pero no quedaba ya nada más que demostrar, al menos que no sería una niña llorona, mientras veía salir de mi rodilla una sangre espesa y casi negra. Lloré. Volvió el síndrome. No demostré nada.
Consecuencia: Semanas con la rodilla derecha entablillada, con vendajes, curaciones, y la indolencia de mis vecinos. Y dos cicatrices semi circulares, como si fueran un yin y un yan. Al "síndrome biónico" se le unió éste, que me impidió tratar de llamar la atención de los varones por los siglos de los siglos. La coquetería me parece un spaguetti colgando vulgarmente del labio, a punto de caerse al plato.
Mi corazón.
Han pasado décadas desde esas niñas paralizadas por el síndrome. Pero sigo siendo una mujer que no quiere demostrar nada: que la vida no ha sido fácil, que he sufrido, que me han lastimado. Para no demostrarlo, he vivido como en cámara rápida. Cayendo y levantándome mientras me sacudo la tierra humillante. Sellando recuerdos dentro de una cripta sin llave, para que no salgan jamás. Sé que hay heridas, pero no símbolos de ellas: no recuerdos, no fotos, no cicatrices. Hasta que me hicieron una escisión en el lado izquierdo del pecho. El pecho, donde el corazón golpea como un corcel sin lazos.
Consecuencia: Una media luna invertida en el extremo del corazón, una cicatriz que cuando la veo me habla de mis heridas de guerra. Una cicatriz que vuelve a llamarme a la guerra.
Mi pie.
Tenía 4 años. Y era un títere entre las manos de mi hermano de 7 (a esa edad, toda una figura a ser admirada), y las de mi vecino Oscarito, de 3 años, con quien me desquitaba de la autoridad de mi hermano.
-Mira, Oscarito, ahora te demuestro que mi hermana sí es la mujer biónica.
-No creo, la mujer biónica sale en la tele, y es rubia y no es niña.
-Ah, es que ahora fabrican mujeres biónicas de todas edades.
-No creo.
-Pues ya verás.
Yo oscilo hipnóticamente entre uno y otro. Ahora mi hermano al fin se dirige a mí.
-A ver, demuestra que eres biónica.... Eh... Salta “eso”.
“Eso” era una varilla de 30 cm donde atábamos a nuestra perra Natacha ocasionalmente. No discutí. Me alejé unos pasos para tomar vuelo, porque de lo que sí tenía conciencia era de la escena que tenía que representar: el drama de una mujer con un mecanismo interno que la convertía en la más rápida y poderosa del mundo. Me detuve a pensar, ¿en cámara lenta o en rápida? Mmm... lenta, porque si lo hago en cámara rápida se notará que no soy biónica. Ahí voy corriendo en cámara lenta, queriendo que mi pelo castaño volara como en la tele... imposible en cámara lenta (¿cómo le hará ella?). Saltar lentamente no es la cosa más sencilla y segura que hay, uno de mis pies no se elevó lo suficiente y mi empeine, aerodinámicamente extendido sobre la varilla, rozó la punta oxidada de ésta, y caí de boca en el suelo.
No era necesaria conclusión de la escena, pero Oscarito, que no sabía manejar la tensión dramática, concluyó burdamente: “¿Ya ves? No es biónica”.
Sabrán lo que vino después: vacuna contra el tétano, montones de agua oxigenada, vendas, pomadas, sulfatiasol.
Consecuencia: Una cicatriz lineal en el empeine del pie izquierdo. Así descubrí que cuando se trata de demostrar algo, nunca lo logro. Tengo lo que llamo desde entonces “el síndrome biónico”: Nunca he podido concursar, cantar en público o jugar pensando en ganar; me parece ridículo.
Mi rodilla.
Jugaba al bote robado. Me había parecido una tarde eterna, en la cual no se oían los llamados de mi madre para que me metiera ya a casa. Era la primera vez que jugaba en la calle con los niños del barrio y yo era la única mujer. “Uno-dos-tres por Antonieta”, escuchaba, y mi nombre me sabía diferente en los labios puerilmente masculinos de los niños. Me sentía libre, ágil, astuta; estaba haciendo un buen juego. De eso dependía que obtuviera el respeto de los niños, que me vieran como a una igual, pero también como una niña (¿Y como una niña bonita e inteligente...? Mejor; a esforzarse más, entonces). Pero en un momento crucial, cuando iba velozmente a salvarme no sólo yo, sino al niño que más me gustaba, me barrí con la tierra suelta de un jardín abandonado, y mi rodilla se deslizó, no diré que con suavidad, sobre la banqueta rugosa, donde además estaban las manos mías y de mis 5 hermanos estampadas a bajorrelieve. Había sido mi oportunidad para romper el “Síndrome biónico”, y hasta ese momento todo iba bien. Pero no quedaba ya nada más que demostrar, al menos que no sería una niña llorona, mientras veía salir de mi rodilla una sangre espesa y casi negra. Lloré. Volvió el síndrome. No demostré nada.
Consecuencia: Semanas con la rodilla derecha entablillada, con vendajes, curaciones, y la indolencia de mis vecinos. Y dos cicatrices semi circulares, como si fueran un yin y un yan. Al "síndrome biónico" se le unió éste, que me impidió tratar de llamar la atención de los varones por los siglos de los siglos. La coquetería me parece un spaguetti colgando vulgarmente del labio, a punto de caerse al plato.
Mi corazón.
Han pasado décadas desde esas niñas paralizadas por el síndrome. Pero sigo siendo una mujer que no quiere demostrar nada: que la vida no ha sido fácil, que he sufrido, que me han lastimado. Para no demostrarlo, he vivido como en cámara rápida. Cayendo y levantándome mientras me sacudo la tierra humillante. Sellando recuerdos dentro de una cripta sin llave, para que no salgan jamás. Sé que hay heridas, pero no símbolos de ellas: no recuerdos, no fotos, no cicatrices. Hasta que me hicieron una escisión en el lado izquierdo del pecho. El pecho, donde el corazón golpea como un corcel sin lazos.
Consecuencia: Una media luna invertida en el extremo del corazón, una cicatriz que cuando la veo me habla de mis heridas de guerra. Una cicatriz que vuelve a llamarme a la guerra.
Comentarios
Te quedó muy bonito y muy honesto. Y estas palabras parece que no coinciden generalmente.
I agree... best post ever!
Gracias por compartirlo con todos, todos, toooodos nosotros (somos tantos ya!!).
Matoneta, siempre he sabido lo fuerte que has sido y sobre todo lo valiente. Indudablemente las cicatrices son recuerdos de ese valor que nos hace crecer