Cuando abrió el portón del convento, sonriente, para que metiéramos el coche, recordé aquel otro portón: el de Sotomayor, apenas cruzando el portal del edificio donde vivía en Salamanca al finalizar los 90. Ese espacio silencioso, pulcro, cicatrizado por la historia. Era Eugenio, un dominico como los otros que fueron mis vecinos, maestros en San Esteban, predicadores profundos.
Comimos los tres en el comedor. Era tanto el silencio que los cubiertos parecían flotar, el cristal, la cerámica, nuestras palabras y las risas. Tantas risas, ahí, flotando en otro transcurrir del tiempo, en otro inventario de sonidos.
Luego a recorrer el convento una tarde calurosa afuera, soleada, pero adentro luminosa, fresca. Los antiguos archivos respirando vivos, a la mano; el trabajo investigador de los frailes perfectamente acomodado y clasificado en las mesas; pasillos de baldosas relucientes; los jardines mimados.
Y subir al techo, y ver desde ahí la ciudad de Querétaro llena de cúpulas y campanarios, y el cielo circundante: azul intenso, transparente, nubes inmaculadas y regordetas suspendidas en la altura. Esa altura donde lo miro y lo abrazo, donde abarco lo que es importante para él y su familia. Y todo eso se resume en la amistad con Eugenio: en el techo del convento, sonriente, cariñoso, contemplando el silencioso sopor de la tarde.
Comimos los tres en el comedor. Era tanto el silencio que los cubiertos parecían flotar, el cristal, la cerámica, nuestras palabras y las risas. Tantas risas, ahí, flotando en otro transcurrir del tiempo, en otro inventario de sonidos.
Luego a recorrer el convento una tarde calurosa afuera, soleada, pero adentro luminosa, fresca. Los antiguos archivos respirando vivos, a la mano; el trabajo investigador de los frailes perfectamente acomodado y clasificado en las mesas; pasillos de baldosas relucientes; los jardines mimados.
Y subir al techo, y ver desde ahí la ciudad de Querétaro llena de cúpulas y campanarios, y el cielo circundante: azul intenso, transparente, nubes inmaculadas y regordetas suspendidas en la altura. Esa altura donde lo miro y lo abrazo, donde abarco lo que es importante para él y su familia. Y todo eso se resume en la amistad con Eugenio: en el techo del convento, sonriente, cariñoso, contemplando el silencioso sopor de la tarde.
Comentarios
Soy tu fiel seguidor.
He estado en ese lugar, en ese convento franciscano de Qro - claro sólo en la parte abierta al público (aunque tengo amigos franciscanos)-, donde se cuentan "leyendas" como de aquella de Fray Margil de Jesús, clavó su bastón en uno de los huertos, retoñando de él un árbol único, (¿de la familia de las rosáceas o de las leguminosas desérticas?), que produce unas espinas en forma de cruz, bellísimas.
Felicidades Marían.
FA
Mi madre tenía un arbusto parecido a lo que dices. Creo que les llamaba "corona de cristo", y eran espinas en forma de cruz y daban una flor de rojo encendido, en la época de cuaresma. Igual que esas florecillas blancas que brotan por semana santa y que llaman "lágrimas de María". Mi madre las tenía una al lado de la otra. A mí me parecía algo impactante: los signos en las plantas.
¡Saludos, Fred! Y un gusto coincidir.
- qué importa el cansacio? cuando todo esto deja un puñado de buenos recuerdos.
Un abrazo!
Eidania
Espero que te hayas reincorporado a tus labores sin mucha turbulencia :D
¡Saludos!