Todos lo sabemos: el 11 de septiembre fue un hasta aquí y un a partir de aquí con una cicatriz profunda y dolorosa que partió al mundo. Lo sabemos: estrellar esos aviones era atentar contra el sistema financiero, contra el sistema de seguridad nacional, contra la razón estadounidense, contra sus símbolos... Tanto se ha dicho, tanto se ha escrito, tanto convenimos, asentimos.
Pero estar bajo esos rascacielos me hace entender ese otro lado de la urdimbre, la psicología colectiva que se vio tocada de forma traumática.
Esta civilización erigió esos edificios interminables, que se mantienen en pie como gigantes; esta civilización aprendió a vivir a los pies de esas bestias que han sido domesticadas por el canto de la gente que abajo va y viene, charla, trabaja, duerme. Era un pacto respetado por generaciones: nosotros los erigimos y habitamos, ustedes nos protegen y respetan. Y un día ese pacto se rompió. Lo inesperado sucedió: el colapso de dos gigantes, la tragedia, la muerte, el desfallecimiento de acuerdos e ideales, de orgullos y superioridades. El fin de la preeminencia.
Lo entiendo cuando camino por las calles de Nueva York ensombrecida por esas moles de cemento y hierro, lo entiendo cuando me siento atemorizada y a la vez protegida por esas bestias que inmóviles miran los cielos, lo entiendo cuando se respira que ese 11 de septiembre es La Fecha, El Hecho, Lo Hecho.
Fotos: Jaime Soler
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