Tenía la idea de un cuento. Tenía esa costumbre nueva de escribir el inicio en la mente. Tenía el mal hábito de no seguirlo en mi cabeza, menos en papel. Luego un día, con ese inicio y todas las dudas de cómo contarlo y resolverlo, me senté a escribir la frase que tenía fija "Yo solía hablar". Y seguí. Y de un tirón, el cuento ya estaba ahí. Me di cuenta que sólo escribiendo mis cables se conectan, mis estructuras se conectan, mis palabras se conectan. Y este impulso (ahora certeza) nació de haber leído (y de haber intentado):
Marcel Proust exploró durante más de la mitad de su vida las posibilidades que le ofrecía la literatura. Escribió textos interesantes, pero incompletos, aproximados, insatisfactorios. Trabajaba con tenacidad y con angustia, sin saber si su exploración iba a conducirlo a un hallazgo importante. Estaba enredado en la realidad, en los lugares geográficos, en los personajes casi siempre mediocres que lo rodeaban, en las obras de arte de moda, y le costaba descubrir el acceso a la verdadera ficción. De pronto se encontró con su pequeña frase mágica, superior, clave de su entrada en la obra maestra: "Longtemps...", etcétera. Encontró el tono preciso, la voz narrativa original, única en la novela contemporánea. Todas sus ideas literarias se reordenaron y se volvieron fecundas a partir de ahí. En el texto encontramos a cada rato imágenes de despliegue, de desarrollo desde un punto de partida muy pequeño, incluso invisible. Habla de los papeles japoneses que se colocan en un vaso de agua y se abren, formando figuras sorprendentes.
Jorge Edwards en este texto.
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