Siempre temí el día en que mi padre se retirara. Un hombre cuyo sentido de la vida lo construyó alrededor del trabajo. Un hombre que nos marcó con hierro que el ocio es el opio de la gente. Un hombre que siempre vio el deporte y los juegos como el pecado de los holgazanes. Un hombre que no tuvo hobbies, pero que se encontraría el día de su retiro con un nido vacío y un cuerpo desocupado y sin fatiga.
El día llegó. No hablaré de lo injusto que me parece su pensión exigua para un hombre que trabajó sin parar desde los 10 años.
Al principio viajó, visitó a hijos y nietos, se hizo de una buena colección de música, fue a los festivales musicales a los que pudo. Se dio vacaciones. Y luego llegó ese día que temí. El día en que sus ahorros menguaran y se enfrentara a la realidad: su vida, su casa, sus necesidades inmediatas.
Pero mi padre siempre me da lecciones, y no deja de sorprenderme con esa sabiduría profunda y parsimoniosa que con los años ha alcanzado.
Sí. Ese día llegó junto con una caja que le llevó uno de sus maravillosos nietos. Una caja con un saxofón dentro. "Para que se entretenga", le dijo. Mi padre se encontró con ese instrumento tan rutilante como la esperanza de lo nuevo.
Pasaba las horas soplando su sax, jugando, experimentando, entrenando sus pulmones, midiendo su aire.
Hasta que me dio la noticia por teléfono: hijita, estoy tomando clases, dos horas a la semana, de saxofón, y me dejan mucha tarea.
Sentí cómo se me derretía mi corazón de ver a ese hombre de casi 72 años iniciando algo con entusiasmo, permitiéndose lo nuevo, el placer y las oportunidades que dan el ocio al que siempre se negó.
"Yo creo que pronto podré tocar en el camión de Obregón a Cócorit", me dijo con su sentido del humor tan inocente, y le reviré: "O podrás tocar en la boda de tu nieta", la primera boda de sus nietos. ¡La boda!, exclamó, y la plática tomó ese otro camino, de su estirpe que crece y toma su propio horizonte, como él ahora, que es un maravilloso hombre jubilado.
El día llegó. No hablaré de lo injusto que me parece su pensión exigua para un hombre que trabajó sin parar desde los 10 años.
Al principio viajó, visitó a hijos y nietos, se hizo de una buena colección de música, fue a los festivales musicales a los que pudo. Se dio vacaciones. Y luego llegó ese día que temí. El día en que sus ahorros menguaran y se enfrentara a la realidad: su vida, su casa, sus necesidades inmediatas.
Pero mi padre siempre me da lecciones, y no deja de sorprenderme con esa sabiduría profunda y parsimoniosa que con los años ha alcanzado.
Sí. Ese día llegó junto con una caja que le llevó uno de sus maravillosos nietos. Una caja con un saxofón dentro. "Para que se entretenga", le dijo. Mi padre se encontró con ese instrumento tan rutilante como la esperanza de lo nuevo.
Pasaba las horas soplando su sax, jugando, experimentando, entrenando sus pulmones, midiendo su aire.
Hasta que me dio la noticia por teléfono: hijita, estoy tomando clases, dos horas a la semana, de saxofón, y me dejan mucha tarea.
Sentí cómo se me derretía mi corazón de ver a ese hombre de casi 72 años iniciando algo con entusiasmo, permitiéndose lo nuevo, el placer y las oportunidades que dan el ocio al que siempre se negó.
"Yo creo que pronto podré tocar en el camión de Obregón a Cócorit", me dijo con su sentido del humor tan inocente, y le reviré: "O podrás tocar en la boda de tu nieta", la primera boda de sus nietos. ¡La boda!, exclamó, y la plática tomó ese otro camino, de su estirpe que crece y toma su propio horizonte, como él ahora, que es un maravilloso hombre jubilado.
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