La primera noticia que recibí esta mañana en el teléfono fue la muerte de Ramón Xirau.
Sentí cómo un hueco se iba agrandando en alguna parte de mi pecho (¿corazón? ¿mente? ¿memoria? ¿alma? Eso él lo podría contestar perfectamente y con gran lucidez). Pero junto con esa tristeza, vino esa tranquilidad de cuando muere alguien con fe. Ramón Xirau era un profundo creyente. Un brillante creyente. Y eso me acercó a él en los años noventa.
Verán.
En los noventa, yo andaba en el friso entre mis diecinueve y mis veinte. Junto al padre de mi hija Mariana fundamos en octubre de 1990, una revista cultural. Su propia existencia era un manifiesto: la revista cultural de un par de chavales creyentes, que querían dialogar en un momento en que se nos negaba la voz, dos poetas principiantes que se empeñaban en recuperar la tradición de la cultura católica principalmente, y de la poesía espiritual como extensión de ella.
"Gradas" fue el nombre que elegimos, por el poema portentoso de Ramón Xirau, Graons/Gradas.
En nuestra mira estaban escritores como Javier Sicilia, Gabriel Zaid, Julio Hubard; como inspiración, la revista Ábside.
Cuando teníamos quizá unos seis números de una revistita sin pastas duras en ese entonces, con ocho páginas engrapadas, impresas en riso en duotono, nos vimos llamando a la puerta de don Ramón Xirau. Ese tipo de atrevimientos y descaros sólo se tienen en la primera juventud. Aclaro: habíamos llamado antes para acordar cita, y Ana María, su mujer, nos recibió con curiosidad.
En su casa de San Ángel vimos aparecer a don Ramón, bajito, con una sonrisa perenne, dulce, con su voz siempre baja y con el canto catalán resbalando por sus palabras.
Le entregamos nuestro orgullo, aquel manojo de revistitas, que hoy encuentro vergonzosas por su modestia, como si fuera una ofrenda. Hasta ese momento caí en cuenta de la soberbia de la cual estábamos intoxicados y ciegos para no darnos cuenta de lo maltrecho y novato de nuestro trabajo.
Pero él tomó esos folletos engrapados y volteó a vernos como un niño que recibe un regalo preciado y necesita confirmarlo: "¿Es para mí?". Pero él preguntó emocionado: "¿Gradas es... por mí?" y cuando reafirmamos con admiración y orgullo, se le salieron las lágrimas y nos abrazó.
Pasamos la mañana charlando, él y Ana María nos invitaron a comer, y cuando caía la tarde salimos de su casa. ¿Qué tanto hablamos? ¿Qué tanto podíamos hablar un par de mocosos con ese gran filósofo y poeta? No lo recuerdo. Sólo tengo memoria de mi corazón latiendo fuerte y mi temor por no estar a la altura (en la conversación ni en el manejo adecuado de los cubiertos).
A partir de entonces, por alguna razón, don Ramón me adoptó. Me llamaba por teléfono, me escribía cartas donde me pedía que nunca dejara de escribir, que creyera en mi poesía; nos enviaba poema inéditos para que los publicáramos en "Gradas".
En una de las visitas que hice a su casa, me preguntó directamente, siempre hablándome de usted, como acostumbraba: "¿Qué puedo hacer por usted, Antonia? ¿En qué le ayudo? ¿A quién le llamo? ¿Con quién la recomiendo? ¿Dónde quiere publicar?". Me quedé paralizada; yo andaba por mis 23 años y su pregunta me sacudió: ¿Qué demonios estoy haciendo? ¿Qué diantres tengo que ofrecer?
Le respondí: "No tengo nada que ofrecer; soy demasiado joven y no he hecho lo suficiente". Él me miró extrañado y sólo añadió: "Cuando usted me diga".
A partir de ahí mi trabajo dio un vuelco. Me cuestioné mucho mi poesía y me bajé de una nube en la que me subí en la inconsciencia de mi juventud. Tomé mi trabajo con humildad, con calma, pero también con ambición: tenía que hacer una obra que me hiciera merecer ese apoyo de don Ramón Xirau.
Muchos años después, poco más de una década más tarde, con mi libro de poesía espiritual dictaminado y aceptado por Libros del Umbral, me atreví a tocar la puerta. Lo vi en la FIL, en el homenaje que le ofrecieron y donde el FCE lanzaba la edición de su poesía completa, y le pedí la cuarta de forros de mi poemario Llama, que él conocía bien. Ese texto nunca se concretó. Don Ramón Xirau no contaba con la salud suficiente para ese esfuerzo. Pero valoro el sí, las llamadas para concretarlo, el interés que siempre demostró. Ese mismo espíritu compartió mi entonces editor, Jaime Soler Frost, y tomó la decisión de dejar la cuarta de forros desnuda, en respeto a don Ramón.
Esta mañana lo despido, como una barca que se aleja de nuestro puerto. Ese canto que logró con su poesía, esa exploración sobre el silencio desde la mística y la poesía, se han encarnado en él, justo para liberarlo del cuerpo. Ahora todo él es canto, en el lugar donde todo es Canto.
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