Mamá:
La danza me ha
salvado en distintos momentos de mi vida. Te parecerá extraño, yo que no bailo,
yo que he vivido tan disociada de mi cuerpo. Y ya desde que yo era niña te
dabas cuenta.
Cuando
decidí hacer un alto en el camino, y dejar de lado un oficio con el que me
había encontrado en la vida, hasta que acabó devorándola por entero, te dije en
mi mente: Tú que eres sabia, ayúdame a encontrar el mejor camino para mí. Y me
trajiste a la danza. Porque tú me conoces y sabes.
Cuando
me fui adolescente de casa, un poco bajo tu llanto, otro poco bajo tu
complicidad y anuencia, dije que me iba por las palabras, mi voz escrita. Y sí:
encontré tantos libros, mi voz se derramó como tentáculos que querían
aprehender todo lo nuevo que vivía. Pero también hubo mucha soledad, oscuridad,
aridez, confusión, miedo. Un aislamiento en la coraza de mi mente, de mi
cuerpo.
Y
un día, no recuerdo el antes, el cómo, yo estaba en la butaca de un teatro,
viendo danza. Nunca había visto una función. Yo no sabía de cuerpos libres
expresando con movimiento lo que yo sentía en la penumbra de mi cuerpo, pero
que no podía alcanzar con la linterna de las palabras.
Dicen
que la lámpara no está hecha para iluminar debajo del tálamo. La lámpara de la
palabra no alcanza a iluminar lo que escondemos debajo de donde reposamos la
cabeza.
¿El
movimiento es anterior a la palabra? Siempre me habían enseñado que primero fue
el Verbo. Pero a veces el verbo es una materia anquilosada bajo el musgo del silencio.
En
la danza no hay palabra que se despliegue y flexione y exprese lo que puede
hacer un movimiento de hombro, o el sutil giro de un tobillo, o un meñique que
tiembla al erguirse lento bajo una luz cenital.
Eso
lo entendí en esa butaca. La música, el movimiento, la expresión era eso que
llevaría miles de palabras transmitir.
Pero
tú sabes que no he bailado y que no bailo. Y a pesar de ello amo la danza por
ese hallazgo que alcancé a solas en un teatro a oscuras: el movimiento es
anterior a la palabra. Por eso los niños hablan cuando maduran sus neuronas
motoras. Por eso Dios abrió la puerta al Verbo, como un movimiento de la
voluntad, un interruptor de la garganta cósmica, para dar ese grito que fundó
la vida, y que llamó cielo al cielo, y agua al agua, y criaturas aladas a las
criaturas que vuelan, y criaturas acuáticas a las criaturas que nadan bajo el
agua. La acción es previa a la palabra. La voluntad es acto, no palabra; la
voluntad es madre de la palabra. ¿No crees, mamá?
Cuando
moriste, mis palabras exhalaron y se amortajaron contigo. La muerte tiene
letanías, oraciones, frases compasivas, como muletas de un inválido, como
prótesis de un mutilado. Pero no hay palabras para nombrar y desenmarañar la
muerte. Porque la muerte existe en una dimensión que nos es vedada, de la que
no alcanzamos a ver ni el umbral nimbado de una puerta cerrada.
Podemos
hablar de dolor, de pérdida, de estupor, de lo roto e irremediable. Pero nada
de eso es la muerte. Ni siquiera es el umbral nimbado de la puerta sellada que
dejan los muertos tras la partida.
Por
eso no había palabras para hablar de ti, de cuando te vi expirar, y de cómo el
sol se trasminaba por la ventana mientras tu cuerpo se cubría de un color opaco
y azulado.
Y
la danza nuevamente me salvó. Porque la única forma que encontré para nombrar
algo de todo eso —que es como atrapar los dedos en esa puerta sellada, y no
poder entrar, ni salir, ni liberar los nudillos macerados— fue posible al imaginar
que esas emociones, esa falta de pertenencia, esa soledad tan óntica y carnal danzaban
dentro de mí; y entonces enfermarse y sanar, enfermarse y sanar, enfermarse y
sanar, como la cruel charada que te hizo el destino, era un trapecio donde te
balanceabas ajena a esa trampa y su lógica perversa. Y tu guiño a la muerte, y
tu llamado a ella cuando te hartaste de estar viva, eran abluciones, el
movimiento ritual de tus manos en una fuente. Y tu muerte era el acto circense
de un alma que salta por el aro de fuego del rosario, puesto sobre tu pecho
mientras agonizabas.
El
movimiento antes que el Verbo. La expresión antes que la escritura. La voluntad
movilizada hacia la palabra fundacional.
La
danza me ha salvado, aunque soy escritora y no bailarina. Porque la danza era una puerta cerrada: el
umbral a la libertad, a la asunción del cuerpo con todo lo que late y secreta y
fluye y tiembla e irriga y siente. Y esa puerta no nos fue permitida abrir y
traspasar. Bailar era cosa de locas, decía papá. Bailar era salirse de control.
Y
ahí estaba yo, en las fiestas de la familia, sentada, inmóvil, viéndote hacer
eso que nos era vedado: cantar con voz potente, bailar con soltura.
Tú
sí tenías esa venia. Tú sí podías cantar y bailar; tú nunca aceptaste, entre
tantos otros, ese no, y mi padre
nunca te detuvo. Yo lo observaba como te veía yo: con el asombro y la alegría y
el estupor y la sorpresa de ver que esa puerta vedada se abría, y podíamos
atisbar la luminosidad y gozo a través de ella. Reías y disfrutabas y eras
feliz. Quizá papá, sabiendo que todo te había sido arrebatado desde niña, no se
atrevía a vetar esos resquicios para la felicidad. Y tu baile y tu canto y tu
fluir en la música en ti se confirmaba que no era locura, ni descontrol, sino
una libertad y un júbilo que tú viviste y sentiste.
Que
era, mamá, un derecho de la vida.
Quizá
nunca me apropie de ese derecho a bailar. Pero la danza está dentro de mí: bajo
llave, en la oscuridad de mis sótanos, debajo de donde reposa y descansa mi
cabeza, mi mente, mis palabras. Luego enciendo la lámpara. Y el movimiento se
convierte en verbo. La voluntad en acto. Y la danza en palabras.
Gracias a Raissa Pomposo por la invitación a partir de este podcast
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