Cuando Jaime y yo éramos novios, y lo visitaba desde Hermosillo a la Ciudad de México, una de las actividades que compartíamos era ir a caminar a la UNAM con su perro Asmar, un afgano hippioso de lo más adorable. También nos acompañaban su hijo Mateo y su hermana Ana, con su perro Figo.
En una de esas visitas, Ana nos avisó que estaban abandonados unos perritos debajo de un auto. Lo más seguro es que hubieran sido paridos por una perra que deambulaba por ahí. Las crías estaban infectadas de pulgas, y mostraban un carácter feral. Jaime y Ana rápido hicieron llamadas y tomaron acuerdos. Ella los llevaría a la veterinaria para desparasitarlos, bañarlos y vacunarlos; nosotros los recogeríamos y Jaime los tendría en su casa mientras alguien los adoptaba.
Al tomarlos, uno de los perritos mordió a Ana. Era sumamente protector de su hermanito, mientras que éste era de lo más tímido y asustadizo.
Cuando recogimos a los perros de la veterinaria, salieron dos cachorros con pelaje esponjado y perfumado y un moño al cuello. Mateo llevaría a uno en sus brazos y yo al otro. Cuando lo tenía en mi regazo, solo veía cómo caminaban las pulgas a montones. No habían acabado con ellas. Y esa fue una de las pruebas más fuertes que he pasado en la relación con Jaime: amaba a ese hombre que se había compadecido de los perritos, admiraba a esa familia noble y generosa; pero no me gustaba nada la idea de llevar en mi regazo a un perro lleno de pulgas.
La generosidad no siempre conlleva fanfarrias. La generosidad implica también incomodidades, inconvenientes, riesgos, molestias. Y así hay que asumirla y abrazarla.
Finalmente pudimos desterrar las pulgas. Y Mateo pidió quedarse con el cachorro más tímido, al que llamó Negri, porque era más oscuro que su hermano Cafi.
Negri creció como un perro feral. Tímido, no se dejaba tocar, no aceptaba entrar a casa, no hacía contacto visual. Dos veces pasó por entrenamientos, y no logró obedecer una sola orden. Uno de los entrenadores le escribió a César Millán para exponer el caso, y éste le respondió que teníamos que aceptar que no había forma de domesticarlo. Siempre sería feral.
Poco a poco, y más cercano al nacimiento posterior de Ceci, cuando Negri tenía cerca de tres años, cedió y empezó a dejarse acariciar, hacía contacto visual, se acercaba, y admitía de repente entrar a casa, aunque con la cola totalmente metida bajo sus patas.
Junto a esto, fue el mejor guardián. Sabía pelar los dientes de tal manera que hasta a nosotros nos asustaba, aunque sabíamos que era su Póker Face ante extraños; ladraba con potencia y mantuvo a raya a intrusos y malandrines.
Negri murió anoche mientras dormía, con la discreción y prudencia que siempre tuvo. Nos consuela saber que no sufrió, que fue una muerte repentina, justa. Que sus 13 años de vida le fueron suficientes y dejó a su gran amigo Pepe en compañía de Ónix, la nueva en la manada, la cachorra con la que puede correr y jugar. Negri ya se sentía viejo para eso, y solo los observaba moviendo la cola, y con una paciencia inesperada hacia Ónix.
Aquí ya lo extrañamos. Pero a donde haya ido, sabemos que lo espera y guía Asmar, su gran amigo y compañero que se adelantó en esos campos libres por los cuales retozar y descansar.
Buen viaje, amado Negri. Te llevaremos en nuestros corazones y recuerdos.
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Un fuerte abrazo.