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Ceci, 11

Para que Ceci llegara a este planeta se requirieron muchos sí. Sucesivos, aislados. Todos conscientes, abrazados, llenos de un impulso incontenible hacia adelante. Y ella parece esa suma de todos esos sí. Observa la vida a detalle, compasiva de todo lo que existe en ella. Acaricia como si el misterio del universo viniera a decirte que eres alguien significante en ese caos e inmensidad. Agradece siempre, hasta por los pequeños esfuerzos, y aquellos otros que parecen fallidos, como los gatos y letras de colores que hoy intenté pegar en la puerta de la alacena deseándole feliz cumpleaños —no tenían la belleza que ella merece ni la eficacia que la ocasión ameritaba, pero ella me dijo “sé que te esforzaste y que lo hiciste con mucho amor”. Sonríe por las mañanas, cuando se va a dormir, cuando tiene un logro o un yerro, cuando la vida parece adversa y cuando fluye simple o incluso resplandeciente, aunque esté cansada, aunque esté triste, sonríe tan fácilmente, tan luminosa, como una criatura en una tierra nueva. Por las noches me enseña lo que yo nunca aprendí: por qué flotan los planetas, por qué no escapan de sus órbitas, qué hay debajo de nuestros pies y por qué no nos precipitamos en el vacío galáctico —también me ha enseñado que el vacío no es lo que pensamos como vacío—, me enseña sin hacerme sentir tonta, diciendo con su voz niña: “Es una buena pregunta y no tengo una respuesta segura, pero por lógica podemos pensar que…” Ahora soy incapaz de repetir sus lecciones, su cúmulo de conocimientos, pero sé que el mundo me parece algo más habitable, y la vida más entrañable; que mi lugar en él es menos relevante de lo que creía y más significante de lo que pensaba. Hoy cumple 11 años. Y, como ha sido desde antes de que naciera, sigo aprendiendo de ella.

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Ceci, 12

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Capomo

Alicia, la novia de mi hermano Martín , me invitó a montar. A pelo. Sin silla de montar. Yo era niña. Tenía quizá 10 años. Anduvimos por el monte, lleno de brizna seca, con el sol muy bajo y naranja. En el silencio montaraz, ella me cantaba "La flor de capomo", ¿la conoces?, me preguntó. Le dije que no, entonces me la cantó en mayo. Este es uno de los momentos más memorables en mi niñez. Tiempo después, en una fiesta en el campo donde había música en vivo, mi padre quiso complacerme con una canción. "La flor de capomo", pedí, y mi padre sonrió extrañado y orgulloso a la vez. Desde entonces, para él esa es mi canción. Sí, esa es mi canción. Nunca he visto una flor de capomo. Queda poca gente que la ha visto. La flor de capomo crece en los ríos. Y ahora el río yaqui y mayo ya están secos, por lo que la flor de capomo es ya casi mítica. La raíz es muy extensa y con muchos tentáculos. Es como un estropajo estirable que se clava muy superficialmente en la tierra. El t

Mariana, 28

Mariana de mi alma, Desde que naciste me pregunté mucho qué sería de ti. Porque esa mirada profunda que parecía venir de otros mundos y otros tiempos, ese llanto intenso y que llenaba la habitación, o esa risa llena de luz y plenitud solo me llevaban a preguntar: ¿qué hará en esta vida? y sobre todo, ¿qué tengo que hacer yo, como su madre, para acompañarla? Desde entonces siempre te he visto llegar a los linderos, ampliar los límites, llevarte a ellos o más allá de sus coordenadas. No como alguien que rompe, sino descubre; no como alguien que se precipita, sino explora. Una especie de cartógrafa del ser. Sin tibiezas ni inmovilismos. Y pienso en lo afortunada que soy de conocer más allá de mis miras miopes gracias a ti, de ser empujada más allá de mis límites por ti. Siempre. Incluso hoy. Nada de medianías contigo, nada de apatía, de pasividad. Aunque sea yo una roca angulosa y pesada, crees en mí como un canto rodado. Y pienso que tu misma búsqueda de expresión, sin límites c