Inmóvil esperaba a que el tomento suspendido en el aire llegara a mis manos. Un movimiento sutil o una respiración y lo alejaba de mí. Cuando por fin hacía que esa escuálida mota de diente de león aterrizara sobre la palma de mi mano, mi abuela exclamaba: ¡te llegará carta!
Nunca me llegaba carta a mí, era demasiado pequeña para ser destinataria; pero en casa siempre se esperaban cartas, de las tías de Tijuana, de las tías de Navojoa, del primo de Monterrey... y siempre llegaban.
El silbato agudo y melancólico del cartero se vaciaba por el porche y por las ventanas siempre abiertas de la casa. Yo salía corriendo por el largo pasillo que llevaba hasta el portón de la entrada. Y ahí estaba un cartero al que nunca veía la cara, sólo su bolso de cuero gastado, y sus manos que alborotaban el olor del cuero al buscar entre las cartas una, dos, tres que habían viajado hasta nuestra casa. Y de nuevo el recorrido, ahora gritando por el pasillo: ¡cartas, llegaron cartas!
Pienso en eso cuando ahora me emociono por el sonido que la llegada de un mail hace en el enredijo de chips de mi computadora. Ese sonido cada vez menos metálico, cada vez más humanizado. Y la barra que poco a poco se colorea del 0% al 100%: bandeja llena.
Paso los ojos desesperada por los remitentes de los mails. Y los abro rápidamente uno a uno, sin sentir el papel en mis manos, sin oler el cuero de la bolsa del cartero, sin descifrar el pulso de la letra a puño, sin el aroma de una piel que impregnó el papel. Pero esos mails me traen almas, moods.
A veces me desprendo del acto de leer y me pregunto, ¿existirán esos remitentes? ¿por qué un día deciden escribirme algo?
Los sonidos han cambiado. Pero igual emocionan los sms que llegan a mi celular con esa sutil vibración que me recuerda que hay alguien humano detrás, y no sólo un fantasma tecnológico engañándome, agazapado en ondas que desconozco.
Nada más triste que esos días que se suceden con una bandeja de entrada al 0%, silenciosa, desolada. Nada más triste que tocar un celular callado sin que vibre en nuestra piel. Nada más triste que esos días que cargo el celular como un pequeño ataúd vacío, que ni siquiera contiene un muerto qué enterrar.
Nada más triste que ver suspendido en el aire el tomento y no colocar nunca más la mano para que aterrice y entonces gritar, o siquiera murmurar: carta, llegará carta.
Nunca me llegaba carta a mí, era demasiado pequeña para ser destinataria; pero en casa siempre se esperaban cartas, de las tías de Tijuana, de las tías de Navojoa, del primo de Monterrey... y siempre llegaban.
El silbato agudo y melancólico del cartero se vaciaba por el porche y por las ventanas siempre abiertas de la casa. Yo salía corriendo por el largo pasillo que llevaba hasta el portón de la entrada. Y ahí estaba un cartero al que nunca veía la cara, sólo su bolso de cuero gastado, y sus manos que alborotaban el olor del cuero al buscar entre las cartas una, dos, tres que habían viajado hasta nuestra casa. Y de nuevo el recorrido, ahora gritando por el pasillo: ¡cartas, llegaron cartas!
Pienso en eso cuando ahora me emociono por el sonido que la llegada de un mail hace en el enredijo de chips de mi computadora. Ese sonido cada vez menos metálico, cada vez más humanizado. Y la barra que poco a poco se colorea del 0% al 100%: bandeja llena.
Paso los ojos desesperada por los remitentes de los mails. Y los abro rápidamente uno a uno, sin sentir el papel en mis manos, sin oler el cuero de la bolsa del cartero, sin descifrar el pulso de la letra a puño, sin el aroma de una piel que impregnó el papel. Pero esos mails me traen almas, moods.
A veces me desprendo del acto de leer y me pregunto, ¿existirán esos remitentes? ¿por qué un día deciden escribirme algo?
Los sonidos han cambiado. Pero igual emocionan los sms que llegan a mi celular con esa sutil vibración que me recuerda que hay alguien humano detrás, y no sólo un fantasma tecnológico engañándome, agazapado en ondas que desconozco.
Nada más triste que esos días que se suceden con una bandeja de entrada al 0%, silenciosa, desolada. Nada más triste que tocar un celular callado sin que vibre en nuestra piel. Nada más triste que esos días que cargo el celular como un pequeño ataúd vacío, que ni siquiera contiene un muerto qué enterrar.
Nada más triste que ver suspendido en el aire el tomento y no colocar nunca más la mano para que aterrice y entonces gritar, o siquiera murmurar: carta, llegará carta.
Comentarios
Voy leyéndote, como saboreando un buen vino, sin prisa y sin sueño.