Hace más de un año me instalé en esta ciudad. Me traje mi compu y con ella, la oficina: sus archivos, los compañeros de trabajo, el jefe, los clientes y el horario, el mismo horario que, ahora con el reloj de verano, guarda una diferencia de dos horas.
El reloj de mi compu, en la esquina superior derecha, tenía dos horas menos que mi cielo en esta ciudad. Así por las tardes yo entraba a trabajar cuando todo mundo suele salir.
Durante este primer año no quise cambiar el reloj. Incluso cerré el ciclo en mi oficina y ese horario sonorense seguía ahí, en la misma esquina, absurdo, necio, inviable.
Hasta que lo cambié. Lo decidí así como se decide dejar las dos ruedas auxiliares de la bicicleta, o dejar el salvavidas y manotear hasta cruzar la piscina.
Era un paso necesario, una muestra vital de que estoy aquí, bajo este cielo con sus propias horas.
El reloj de mi compu, en la esquina superior derecha, tenía dos horas menos que mi cielo en esta ciudad. Así por las tardes yo entraba a trabajar cuando todo mundo suele salir.
Durante este primer año no quise cambiar el reloj. Incluso cerré el ciclo en mi oficina y ese horario sonorense seguía ahí, en la misma esquina, absurdo, necio, inviable.
Hasta que lo cambié. Lo decidí así como se decide dejar las dos ruedas auxiliares de la bicicleta, o dejar el salvavidas y manotear hasta cruzar la piscina.
Era un paso necesario, una muestra vital de que estoy aquí, bajo este cielo con sus propias horas.
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