Hoy coincidió el cumpleaños de Cecilia con el Día de las Escritoras. Pasamos el día en casa, me tocó estar en la celebración simbólica de su grupo y ayudarle a girar simbólicamente nueve veces alrededor del sol. Me tocó, también, participar en una mesa del Segundo Encuentro de Escritoras y Cuidados.
Y esa coincidencia la considero un regalo misterioso y cómplice de la vida. Me ha sido difícil remontar mi trabajo literario luego de su nacimiento. No solo con ella ha sido así; con Mariana también me ha llevado entre ocho y nueve años retomar el camino a buen trote.
Con Ceci ya había aprendido tanto del lenguaje, de los silencios, de la gratuidad, de la dulzura y la generosidad. Pero durante el confinamiento pandémico me ha dado una clase maestra de paciencia, de imaginación, alegría existencial, compasión, resiliencia.
Antes de estos tiempos distópicos, siempre he tenido miedo: de su bondad, de su consideración hacia los demás, de su alegría profunda por existir y por ser parte de esta familia, que extiende a nuestras amistades.
Este no es un mundo que acoge y retribuye la generosidad. Este no es un mundo que valora y protege la dulzura. Este no parece ser un mundo para la bondad.
Ser su madre me llevó al Taller Pequeñas Labores, con Isabel Zapata, para escritoras que maternan, y ahí leí el libro Pequeñas virtudes de Natalia Ginzburg (Editorial Acantilado).
Hoy, en la jornada de Escritoras y Cuidados, participé en la mesa "Hablemos de dinero", y dialogamos de lo que parece una ecuación irresoluble: no querer someter la literatura a las reglas del mercado y del capitalismo, y a la vez querer ser retribuidas cuando no remuneradas por ello; y avizorar en la generación de redes de colaboración entre escritoras una forma de minar esa estructura económica.
Y recordé las ideas de Ginzburg acerca del dinero: "Ser sobrios con nosotros mismos y generosos con los demás: esto significa tener una relación justa con el dinero, ser libres frente al dinero". ¿No es de esto de lo que se trata, de libertad?
Serían otras reglas del juego. Es educar a contrapelo. ¿Pero no la pandemia, al confinarnos, nos está permitiendo remar en contrasentido de las corrientes que siempre nos han arrastrado?
Hay una frase de Ginzburg que me resuena hasta el día de hoy: "Por eso es mejor que nuestros hijos sepan desde la infancia que el bien no recibe recompensa y que el mal no recibe castigo, y que, sin embargo, es preciso amar el bien y odiar el mal, y no es posible una explicación lógica de esto".
Creo que yo no habría podido enseñarle esto a mis hijas. Pero Cecilia sí me ha enseñado esto a mí, su madre. Sin estar consciente de ello, porque así ve el mundo, porque simplemente así es Ceci.
Hoy en su cumpleaños tuvimos un día muy ocupado y bajo resguardo; pero esos pequeños atisbos de celebración (llamadas, felicitaciones, un poco de pastel mal hecho, juegos en el jardín, recuerdos sobre su nacimiento, el ritual Montessori de las vueltas al sol) fueron suficientes: nos dijo que era feliz.
Ante la desazón de una celebración maltrecha, incompleta con relación al pasado, su alegría y amor expresivo descolocan y sitúan en el lugar verdadero. Creí entender hoy: las recompensas no corresponden a un acto externo de transacción, sino a un acuerdo interno con nosotros mismos.
"Lo que debemos realmente apreciar en la educación es que a nuestros hijos no les falte nunca el amor a la vida. (...) Porque el amor a la vida genera amor a la vida", dice Natalia Ginzburg.
Pero la enseñanza no viene de Ginzburg. Viene de esa pequeña que hoy cumplió nueve años. Viene de Cecilia. Porque ella vive así.
Que esta bondad sea siempre la lámpara que guíe tus pasos, amada Cecilia.
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