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Los duelos de migrantes


En Vuelo nocturno de Antoine de Saint-Exupéry, el narrador menciona que con cada piloto que muere dentro del grupo de aviadores que vuelan para trazar las rutas aeronáuticas por la zona andina, la memoria de lo compartido también se extingue. ¿Qué sucede con la memoria que no puede compartirse? ¿Qué sucede cuando muere la última persona que compartía contigo esos recuerdos? Muere la posibilidad de recordar. Muere la memoria. 

Esta premisa viene a mi mente cuando pienso en mi experiencia como migrante equiparándolo a un duelo. No solo duele alejarse del terruño; duele alejarse de quienes comparten contigo ese terruño, esa experiencia y esa memoria. 

Hace once años me mudé del desierto de Sonora a la Ciudad de México, que alguna vez fue lacustre, y que está ceñida en su crecimiento monstruoso entre dos volcanes: el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl. Cambié mi tierra yerma con veranos cercanos a los 50ºC por una zona boscosa y lluviosa. 

He perdido mi desierto. Sí. Esa luz inclemente que parece una sábana blanca tendida en la resolana, ese sonido sordo de insectos fuera del alcance de la vista, esos horizontes abiertos y sonrojados al caer la tarde, el calor calcinante que amenaza con evaporar el cuerpo entero. 

Pero cuando en esta nueva ciudad hablo de esa luz, de la resolana, del silencio, de los atardeceres, del clima, las palabras no son capaces de traerme mi desierto y eso que canta, eso a lo que sabe, eso a lo que huele. Y mi terruño vuelve a morir. Cada día más, porque lo que recuerdo solo vive una memoria que se va volviendo lejana, un espejismo que atesoro para que no se disipe del todo. Y para no perderla vuelvo a nombrar: mi desierto, mi resolana, mi sobretarde, mi petricor, mi churea y chicharra. Y con capas de palabras voy vistiendo la memoria de algo que quizá ya no es. 

Puedo describir con la mayor fidelidad posible la sensación del espacio abierto, llano, ocre de mi tierra. Pero nadie podrá sentir lo que yo siento por ella. Porque es mía, construida con mis recuerdos, experiencias, sensaciones en los momentos en que la viví. 

El terruño se va convirtiendo en un espacio utópico. Un lugar de origen al cual se añora. Un punto geográfico cada vez más añoranza que destino. Un lugar imposible, porque ya no es lo que es, sino lo que se recuerda, lo que se extraña, lo que se envuelve en nostalgia. Inalcanzable.

Cuando tienes la fortuna de compartir la lengua materna entre tu nueva ciudad y la que has dejado, un día te sorprendes con el infortunio de no compartir el acento, los modismos, el sentido del humor, el caló, los sonidos de la ciudad y sus pregoneros vendiendo cosas en las calles. Hay una pérdida de la lengua materna, a pesar de compartirla. Es escuchar a tu madre cantándote canciones de cuna desconocidas, cambiando tus apelativos y las expresiones que usaba en tu infancia para mimarte, hablándote como a una desconocida,  pronunciando tu nombre como una extraña.

Clara Obligado lo dice en su libro Una casa lejos de casa, que su propio acento argentino se ha desdibujado sutilmente en el exilio; un acento que tampoco es reconocido en la tierra española que ahora la aloja. Se ha convertido en alguien extraña para su lugar de origen y lo es (de manera inmutable) para la tierra que ahora la acoge. 

Si algo de la propia lengua muere, una se queda sin pares, sin tribu. Una pasa por el mundo a ser una extraña. Una desterrada. 

Nada vuelve a ser lo mismo. Ni la lengua, porque se transforma día con día; ni tu tierra, ni tus amistades, porque ya no son lo compartido, porque ya no es tu amiga de 60 años, cuando tú tenías 40. Tú ahora tienes 50 años, y tu amiga 70 y tu padre casi 80 años. Y esa distancia espacial y temporal se convierte un abismo cada vez más difícil de reducir y reconocer. 

La nostalgia tiene esa condena. Se atesora algo que ya no es. Se acaricia la sombra de lo que ya no está. Pero esa ausencia, ese no-lugar, se convierten en algo más grande de lo que es. Deviene en utopía, en un poema de amor que se recita de memoria sin recordar el nombre de a quien estaba dedicado. 

Pero me niego a perderlo todo. Y como migrante llevo en el corazón ese lugar inexistente e imposible que es mi terruño y su memoria., como si fuera una oda cada vez con nuevos versos, porque como dice Clara Obligado, “Llevar un poema en el corazón, pienso, puede ser también una forma de resistencia”.  


Referencias: 

OBLIGADO, Clara. Una casa lejos de casa. España, Ediciones Contrabando, 2020.

 

SAINT-EXUPÉRY, Antoine. Vuelo nocturno. México, Editorial Dante, 1989. 

 

Fotografía: Mariana Mendívil

Publicado originalmente aquí

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