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Agorafobia y confinamiento


Estar en confinamiento me ha confirmado que la agorafobia nunca se cura ni se va del todo. Y lo supe cuando el transcurrir de la cuarentena solo me hacía sentir cada vez mejor, o si soy más específica: me hacía sentir en un lugar seguro, en un ambiente protegido, en una esfera donde el oxígeno correspondía justo al que necesito; y sobre todo, porque la ansiedad diaria, la sensación de estar en un lugar erróneo y de riesgo constante, había desaparecido.

He podido controlar esta fobia con la conciencia de que la he padecido. Y esa conciencia fue accidental. Estudiaba en España cuando mi vecina de rellano, estudiante de psicología, me pidió apoyo para sus prácticas: recibiría en su departamento a una paciente de agorafobia y yo debía acceder a hablar con ella, sin llevar el liderazgo de la conversación. ¿Agorafobia? Y entonces mi vecina describió la afección, y ese terror inexplicable e incontrolable al salir a espacios abiertos que narró era justo lo que había sentido desde no sé cuándo (se desarrolla poco a poco, quiero suponer, o así fue en mí), y se había agravado durante la adolescencia tardía. 

Han existido crisis y momentos en los que está bajo control, pero ahora con total certidumbre puedo decirlo: no se va nunca, siempre está ahí como la cicatriz mental entre el dentro y fuera, entre el alivio y el peligro, entre el estar en mi lugar y estar en un sitio ajeno. Es el friso entre tierra firme y el abismo. Es estar siempre ahí, tambaleándome, en un vértigo constante. 

Al ser una vieja amiga, durante el confinamiento me he sentado enfrente de mi agorafobia, para escucharla y conocer mejor sus sutilezas.

Y he descubierto que el temor que siento de que este confinamiento termine tiene menos que ver con el temor a un final abrupto de la medida sanitaria o a la enfermedad misma; y se relaciona mucho más con la fobia latente.

Pero ya la conozco bien, la conozco mejor. Me engaña menos fácilmente; por método ya me siento capaz de cuestionar los razonamientos con los que aparece para negar y cancelar la alternativa de salir del encierro, la posibilidad de traspasar la puerta.

Y he decidido jugar con su fuerza a favor, en lugar de empujarla con con toda mi energía y entereza, con mi ansiedad, con mi asma circunstancial, con mi sensación de estar siempre fuera de lugar y bajo riesgo. 

Estoy en este lugar donde respiro bien, donde me siento en el sitio al que pertenezco. Y aquí estaré por un tiempo más, mientras no inicie eso que llaman nueva normalidad (sí, invéntense un mejor término para azuzar mis terrores irracionales, ¿quieren?). Así que he decidido aprovechar esta lucidez, el estar en el lugar perfecto (mi hogar, mis paredes, mis puertas cerradas, mi cicatriz sellada, con tres pasos detrás del vértigo) para pensar en la nueva realidad a venir, en los pequeños cambios que podemos ir sembrando en el mundo; para ir revalorando este vivir con menos en un tiempo que se distiende sin la presión externa; para reordenar las prioridades, las expectativas; para domar las ambiciones; para reencontrarme con los seres que más amo y a quienes quiero abrazar con fuerza para que sigan en mi vida, en mi caminar que seguirá siendo errático, lo sé, no me engaño. Y para tomar de la mano a esa vieja amiga, mi fobia, para ser yo quien la guíe con delicadeza y consideración cuando sea el momento de abrir nuevamente la puerta, de atravesar el portón y cruzar la calle a esa nueva normalidad.

(Publicada originalmente en Revista Este País).

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