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La vida en una maleta

El mes de abril me ha traído toda la nostalgia soterrada por viajar, así, acumulada y de golpe. La primavera en la Ciudad de México me recuerda el clima predominante en mi natal Sonora, donde solemos pasar algunas vacaciones; también me recuerda un viaje entrañable a Yucatán; y las vacaciones largas que tomamos antes del confinamiento, a cuyo regreso nos prometimos viajar en familia más a menudo.

He de reconocer: no soy una mujer de aventuras ni con gusto por los imprevistos. Así que cuando en casa se dijo: “Vámonos de viaje en estas vacaciones navideñas”, en ese 2019 que suena tan remoto, casi me suelto llorando. Tenía ganas de arrebujarme frente a la chimenea, a un lado de mi arbolito de navidad, viendo los adornos navideños —habidos y por haber— suspendidos en toda su cursilería frente a mis ojos.

Ese viaje tuvo el esplendor de redescubrir la autonomía y brillo de cada uno. Viajamos un par de jóvenes de 24 y 17 años con muchas ideas renovadas y claras sobre la vida y sus vocaciones; una pequeña de ocho años con la conciencia suficiente para hacer preguntas agudas al mundo y a la historia; y una pareja de edad mediana integrando pasados e historias.

Al regreso, con un gran saldo a favor, nos prometimos hacer otro viaje en las vacaciones que avizorábamos próximas, en Pascua. Pero esa pandemia que se fraguaba en el turismo internacional cruzándose, encontrándose, coincidiendo en museos, plazas y bares, nos secuestró antes de que llegara el periodo vacacional de primavera.

En el encierro he pensado mucho en esas vacaciones, con añoranza, con anhelo, con miedo a que no podamos volver a esa forma de viajar. Pero también he reflexionado de manera constante que ese viaje fue el ensayo de la vida confinada.

Viajar es un ejercicio profundo y radical de autoedición. Desde que hacemos la maleta: ¿con qué puedes vivir durante un mes? Mejor elaborada la pregunta: ¿a qué estás dispuesta a renunciar por un mes?, ¿qué es indispensable para transitar por 30 días? Y es un ejercicio radical porque, al responder, una está diciendo: esto es lo que realmente necesito para vivir; lo demás, es prescindible. Y esta es ya una lección profunda y esclarecedora. La vida cabe en una maleta.

Después, el viaje rompe con la inercia, la madre de todos los vicios personales. Cada decisión es un viraje de timón, cada encuentro es impredecible, cada experiencia es inédita e intensa. Los reflejos deben ser rápidos, intuitivos, racionales, sumamente pragmáticos.

Viajar con una maleta por un mes es una lección intensa de sustentabilidad. ¿Cómo aprovechar mejor los recursos y elementos que tienes en esa maleta (y en la cartera) para no desperdiciar, no ensuciar, no dilapidar; en una palabra: para sobrevivir?

Viajar nos orilla a vivir el presente, y a mantener un estado de alerta por el factor sorpresa constante, y a experimentar con fruición cada vivencia y sensación (frente a obras de arte, paisajes urbanos, arquitectura, naturaleza, comidas nuevas, personas nuevas).

Viajar nos instala en la adultez: nadie hará nada por ti. Tú decides, tú resuelves. Tú pierdes, tú asumes la pérdida. Tú cargas el equipaje, tú cargas tu propia vida.

Los viajes nos expulsan del estado de confort; nunca es del todo cómodo, nada se parece al propio hogar ni al terruño —ese sitio más simbólico que real, idealizado en la distancia—. Y esa expulsión también es de los senderos mentales que acostumbramos transitar.

Todas estas lecciones han sido determinantes en la experiencia del aislamiento sanitario por pandemia.

La autoedición para vivir con lo indispensable, vestir con lo imprescindible, comer lo necesario, comprar lo mínimo. He confirmado que la vida sigue cabiendo en una maleta.

Así como un viaje supone un plan diario para aprovechar mejor la experiencia, así la vida confinada implora por una planeación, para romper con la inercia insoportable de los días idénticos. Durante el viaje decidimos que cada uno de los viajantes propusiera un plan completo de un día, y luego lo discutimos en grupo, según la pertinencia de los desplazamientos e intereses comunes. Ahora en el encierro, hemos sembrado pequeños pero significativos golpes de timón, planeados por cada una de las personas que cohabitamos confinadas, y aprovechamos las oportunidades mínimas para romper con rutinas.

En un resguardo total, como el que decidimos para esta emergencia sanitaria, ha sido toral reducir al mínimo el desperdicio, el desorden, la basura. Incluso hemos reacomodado la casa y hecho los ajustes necesarios para que la limpieza y el mantenimiento sean de mínima exigencia. Nos hacemos cargo de la limpieza y del mantenimiento del jardín sin pedir ayuda externa, compartiendo las tareas desde una nueva adultez que incluye a la pequeña de nueve años que cohabita en esta casa.

La experiencia del presente es una exigencia de la conciencia y de los tiempos desafiantes que vivimos. Ante la incertidumbre del futuro, ante la añoranza del pasado, lo mejor es sobrevivir un día a la vez, aquí y ahora, con lo que tenemos, con lo que queda.

Tanto el viaje como esta experiencia de confinamiento han resultado en una disrupción de espacios, rutinas, pensamientos, preceptos, costumbres, deberes, anhelos, incluso identidad. Una experiencia desde el tránsito constante y la otra experiencia desde la pausa del resguardo, de alguna manera ambas han deshollinado mi ser.

(Publicada originalmente en Revista Este País).

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