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Las dos vistas del embudo: el espacio doméstico y la creación

Hace un par de décadas pasé unas vacaciones de semana santa en una ermita en el sur de España. Estaba en un montículo y desde sus ventanas era posible ver el amanecer y el atardecer. Una religiosa seglar era la encargada de su cuidado. 

Un día, mientras intentaba ayudarla, observé a esa mujer puliendo las baldosas con especial esmero. Le pregunté cómo lograba hacer tal acopio de entusiasmo por labores tan poco gratificantes. Me respondió que la certidumbre de que eso que hacía en aquella pequeña ermita, perdida en lo alto de un montículo, tenía una repercusión en el mundo. Pulir esos escasos metros de baldosa era pulir el mundo, hacer mejor al mundo. “A esto en teología le llamamos visión sacramental; los sacramentos son símbolos visibles de algo que pertenece al mundo de lo intangible.”

Esa breve conversación cambió para siempre el sentido que tengo sobre lo cotidiano, sobre el presente, lo doméstico, e incluso sobre lo literario. 

La ermita quedó hecha una tacita de plata. Transparentes sus ventanas, brillantes sus baldosas y maderas, prolijos los detalles a pesar de lo austero. Poca gente la visitaba. Sin embargo, nada importaba, porque esa ermita mimada y pulida era símbolo de otra cosa: de eso que queremos para el mundo, de eso que ofrecemos al mundo. 

Poco después me enteré que aquella religiosa seglar era médica, y había tomado un paréntesis en su profesión. Y con ello, el significado de aquella conversación se robusteció aún más y fue más contundente: eso que vemos como labores insignificantes, no dignificantes, invisibles y nada reconocidas, como las domésticas, son una impronta para la construcción de lo común, y para la construcción de lo personal. 

A menudo pienso en ello con la analogía de un embudo. Por lo general, queremos ver el mundo desde un enfoque amplio y amplificado: un aparato crítico, una estructura discursiva, con el eco que nos da nuestra voz en las redes sociales o desde nuestros espacios de trabajo e influencia.

Pero si vemos a través del extremo más angosto del embudo, desde lo nimio, lo que parece reducido, podremos ver con mayor amplitud la realidad más allá del pequeño orificio. Intentar ver por la boca ancha del embudo solo limitará nuestra visión.

Estos días de confinamiento están hechos de esas miradas a través del ojo angosto del embudo. Nos toca cuidar a los nuestros, a los demás, desde el espacio reducido, confinado, del hogar. Es aquí donde se gesta la gran batalla contra la pandemia, como un espacio de resistencia y de solidaridad con otros. Claro que la reyerta frontal la realiza el personal de salud en hospitales. Pero esta batalla en el espacio privado, doméstico, es una especie de resistencia que fortalece la labor desplegada en la primera línea de batalla, para no saturar el sistema sanitario tan pauperizado en México por décadas de saqueo y corrupción. 

El espacio confinado, doméstico, nos ha venido a revelar que aquí siempre ha estado la clave de equilibrio que añoramos para el mundo: en la economía de los víveres y los servicios, que en estos días se vuelve tan consciente; en la economía de los esfuerzos que se nos revelan tan asimétricos entre los miembros de una familia y tan desequilibrados entre lo esencial y lo urgente; en el cuidado de los ánimos, la salud física y mental, los gozos, las alegrías de quienes compartimos los espacios y los afectos; que en los pequeños gozos reside lo espectacular cuando es lo único que se tiene.

Promover las simetrías en las decisiones, responsabilidades y labores; la subsistencia de bajo consumo; el aprovechamiento máximo de los recursos; el derecho a cuidar y ser cuidado; el derecho prioritario al autocuidado, incluidas la salud física y mental; la protección del ocio tan indispensable como el tiempo de descanso, trabajo, soledad, convivencia, aprendizajes; todo esto es impostergable tanto en el ámbito doméstico como en el público. 

Las ermitas son espacios confinados para el silencio, el retiro, la oración, la soledad. Muchas veces, viéndola desde fuera, tan pequeña y aparentemente insignificante e inútil, ahí entre pinos, en la cima de un montículo, se me revelaba en su valor. Como si de esa pequeñez se esparciera una energía que irradiara al mundo. ¿Y si la oración de esa mujer que cuidaba de la ermita, incógnita, secreta, tuviera un efecto en el mundo? Y de alguna forma, la convicción de ella, su esmero, su profundo equilibrio en el momento presente, me convencían de que así era.

Eso poco a poco se trasladó a mi visión sobre la creación literaria. Lo que escribo, así sea en el más extremo confinamiento, soledad, silencio, tiene un valor en sí mismo; y eso que es se irradia más allá de las letras, más allá de los lectores. La escritura realizada con esmero, la máxima humildad de la que se pueda ser capaz, ese compromiso, tiene un peso en sí misma, haya lectores o no, haya proyección o no. Ya lo demás se dará por añadidura. O no. 

No es casual que mi primer editor independiente de poesía fuera, además de editor, artista visual y el landart una de sus principales exploraciones. Mis poemas sobre labores domésticas, desde esta perspectiva de trascendencia, fueron entendidos, valorados y publicados.

Y esa coincidencia en un punto común, que hasta entonces había sido un punto ciego, nos ha hecho compartir más allá de la literatura: una historia en común, el hogar, los cuidados, la maternidad, la paternidad, el confinamiento. Y claro, el arte que se hace como un tributo al mundo, a la creación; como un acto de cuidado, independientemente de si hay testigos de ello.

Si hay un paisaje o manantial o flor o brizna que se han mantenido inéditos ante los ojos humanos no importa si existen en unidad con la creación; existe en sí misma, y el valor reside en esa existencia, sea conocida o no, descubierta o no. Así la palabra, así la escritura. Así las pequeñas labores en un hogar: poner una mesa, sazonar un platillo, tender bien una cama, regar las plantas, lavar los platos. Pulir las ventanas. Pulir las ventanas al mundo.

(Publicada originalmente en Revista Este País).

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