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Un año de confinamiento: del panqué de plátano al obituario

Cumplo un año de confinamiento radical. Antes de encerrarnos, al ver lo que pasaba en el mundo, hablamos en familia y tomamos la decisión de tener una cuarentena total. Los hijos mayores tomaron la decisión de no encerrarse aquí, con nosotros, sino en sus espacios, y con más laxitud.

Al principio había una sensación de novedad. A través de las redes sociales podía asomarme a otros encierros: la gente que hacía panqué de plátano; quienes intentaban huertos en balcones, macetas y jardines; mujeres que rapaban sus cabezas, otras que decidían liberar el verdadero color, textura y devenir de sus cabelleras.

Mi pareja se dedicó a rastrear en la ciberesfera la irrupción de los animales salvajes en los espacios urbanos y domésticos. Con el encierro salieron osos, capibaras, mapaches, armadillos, puercoespines, monos, cabras, hasta elefantes y halcones; y era muy divertido verlos en los juegos infantiles de los parques o asomándose hacia el interior de las casas como en un zoológico inverso, en el que los humanos, en cautiverio, éramos ese objeto indefenso de la curiosidad salvaje.

Era como descubrir de manera colectiva una vida que había estado ahí y que habíamos olvidado. Y con una nostalgia por el pasado, una sabiduría acumulada, una intuición afinada, nos permitíamos recuperar una vida más consciente, responsable y solidaria.

Vi a gente haciendo composta, reduciendo a más del 50 por ciento su basura, hacer ejercicio y meditación, compartir listas de libros y de música, hacer cadenas colaborativas para negocios de barrio, para editoriales independientes y artistas. Una de las acciones que más me gustó fue la campaña de una lonchería, que en semáforo rojo tenía que cerrar sus puertas, y para conservar a su planta laboral hizo un pacto: abrir donativos para preparar box lunch y entregarlos a médicos de guardia en hospitales COVID-19. Este restaurante conservó a su comunidad de clientes, la ensanchó más allá del punto geográfico, logró mantener a su planta de empleados, y fue solidario con los médicos que estaban en primera línea del trabajo sanitario.

Yo al principio viví este tiempo con optimismo, con la esperanza en que cambiaríamos por siempre el rumbo de la humanidad hacia un sitio más corresponsable y solidario, que de alguna manera el planeta se recuperaría de nuestra presencia depredadora.

Al estar en casa, con el tiempo dependiendo en su mayor parte de mí y de mi gestión, viéndome a mí misma con mayor claridad que en la vida externa, donde me he difuminado ante las necesidades externas y ajenas, recuperé el camino: mi escritura, mi voz, mis libros; creé y estreché lazos y me zambullí en nuevas lecturas, autoras, reflexiones.

La sensación de riesgo y alerta en el exterior pesaba más al principio. Nos sumergíamos en una realidad resguardada, que después del primer mes fue tornándose incierta, nebulosa. Al convertir los proyectos laborales y escolares a plataformas virtuales, esta sensación de adentro y afuera, de resguardo como salvaguarda, como solución, como solidaridad comunitaria, era más fuerte. Todos los días veía el reporte COVID-19 de López Gatell que, con esa alegría ingenua, llamábamos “la telenovela de las siete de la tarde”.

Ese estado de alerta externo nos hizo apelar al espíritu ligero dentro de casa. No éramos capaces de ver películas o series con mínima complejidad. Así flotamos en los capítulos de Friends, como una nostalgia generacional y por un pasado en el que podíamos arremolinarnos con los seres queridos en un mismo sillón, tocarnos, abrazarnos, beber del mismo vaso, ir y venir a entre la casa propia y las de amistades y familias, como un mundo de puertas abiertas. ¿Fuimos ingenuos al nunca ver venir algo así?

Al mismo tiempo vimos estupefactos la capacidad de adaptación de la niñez escolar, que se imbuyeron en las plataformas digitales y las salas de zoom como si fuera un mundo propio, casi de origen.

Poco a poco, la capacidad de resistencia empezó a menguar. Llegaban las noticias de amistades enfermas, de conocidos o familiares de nuestros allegados que no sobrevivían. Negocios que quebraban. Personas que se quedaban sin trabajo. Familias preocupadas porque no sabían si podrían perdurar en sus empleos y que se cuestionaban continuar con la formación escolar para sus hijas e hijos.

Si hubo en algún momento la esperanza de que cambiáramos la estructura económica y de producción, la forma de organizarnos socialmente, nuestros hábitos o prioridades, de repente nos sentimos atrapados en un sistema obsoleto, inviable; pero que no podíamos cambiar, sino que nos asfixiaba con sus reglas y formas que no son aplicables ni sanas.

Se levantó la primera cosecha de los huertos domésticos, y el ánimo no dio para una segunda cosecha. Encontramos nuevas formas de consumo y repuntamos las compras con la facilidad de un botón. Empezamos a aventurarnos al mundo exterior, a relajar las medidas. Llegó un segundo ciclo escolar totalmente virtual. El círculo de la pandemia nos fue cercando: ahora eran nuestras amistades, colegas, familiares quienes enfermaban. Los obituarios se multiplicaron. Los duelos quedaron suspendidos y el dolor incrustado.

Así como antes compartíamos recetas sobre cómo hacer pan con masa madre, cuidar las plantas en casa, hacer huertos verticales, bordar, empezamos a compartir el agotamiento, la depresión, la crispación, las pesadillas: estar en un lugar público, lleno de gente, sin cubrebocas, sin sana distancia, sin conciencia de qué tocábamos y a quién, de que nos enfermábamos irremediablemente.

Empezamos a dudar de las políticas sanitarias ante la pandemia y a dejar de ver la telenovela de las siete de la tarde; retomamos el espacio público y la hermosura de los animales volvió a replegarse.

Y empezaron a surgir también los datos del saldo de la pandemia: 2,791 mujeres fueron asesinadas por muerte dolosa y 939 por feminicidio, 57,496 mujeres fueron lesionadas y hubo 530,008 llamadas al 911 por violencia de género; se perdieron 12 millones de empleos formales e informales; sumamos 200 mil muertes oficiales (y para obtener el total de exceso de muertes, hay que multiplicar esta cantidad por 2.5 según lo han dicho las autoridades sanitarias en México).

Aunque no hay datos oficiales al respecto, la deserción escolar se calcula en 628 mil estudiantes de 6 a 17 años, según el Banco Interamericano de Desarrollo, debido a la crisis económica por COVID-19.

Según cifras de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), en México aumentó 117% la actividad de pornografía infantil durante la pandemia, así como la comercialización o prostitución de niñas y niños. 

Así, vemos al país resquebrajarse entre la violencia, la militarización, la falta de un plan de vacunación claro y no contaminado por lo electoral, la gestión de la pandemia no con sustento científico sino económico; así nos vamos desmoronando entre el agotamiento, los duelos sin cerrar, la incertidumbre, la crispación social, la pauperización de la economía, la desesperanza, la frágil salud mental que nos tiene en el friso del desplome.

Mi hija pequeña ha empezado a generar junto con sus amigas un metarrelato de la virtualidad. Cuando trabajan en equipo, dentro de una sala de zoom, juegan a la escuela virtual (no a la real), y fantasean con situaciones extremas: imaginan que aparece la maestra en la sala de zoom y las encuentra a una dormida en pijamas, a otra jugando con su perro, a otra comiendo en la cocina. A ese punto tan limitado llega la posibilidad de transgresión: imaginar que rompen las normas dentro de la virtualidad. De la misma manera ha empezado a añorar lo más simple y cotidiano: su lonchera, ser recogida de la escuela en el coche. Así que de tanto en tanto le dejo el entremés en su lonchera; y su padre juega a que llega por ella en auto y convierten al sillón en el vehículo, al que le pasa todo tipo de peripecias: se atraviesa otro coche, son detenidos por un policía o un vendedor de manzanas con chile que tanto disfrutaba. Y ahora, en la virtualidad, ha inventado un juego: el juego en físico, que consiste en jugar solo con su cuerpo y su imaginación, sin juguetes como dispositivo, sin amigas detrás de la pantalla; solo ella, su cuerpo y el movimiento.

Observo, me conmuevo, me preocupo, me angustio, a veces me agoto y me caigo; pienso en mis compañeros de trabajo que murieron por COVID-19, en uno de mis mejores amigos que está hospitalizado con oxígeno.

En un año, he salido solo tres veces de casa a trámites impostergables. Las jacarandas que tanto disfrutaba ver en esta época, cuando el clima me recuerda más a mi terruño, solo puedo verlas a través de fotos en redes sociales. Pero luego me recuerdo que también detrás de un muro que hay en mi jardín hay una jacaranda frondosa. De alguna manera esa jacaranda me ha dado consuelo y contención estos días: ahí está la vida, ahí está su ciclo a pesar de todo, ahí está la ciudad esperando a que la pandemia mengüe, nos inmunicemos o vacunemos; lo que suceda primero.

Pero hay algo que me entristece profundamente: la generación de jóvenes que se ha tenido que confinar y que vive en pausa cuando más tiene que aportar, las muertes que no pudimos abrazar y llorar; y lo peor, que no estoy segura de que como humanidad salgamos de la carretera conocida para aventurarnos por brechas transformadoras, colaborativas, responsables, para vivir de una manera consecuente a las lecciones que nos está dejando lea pandemia.

(Publicada originalmente en Revista Este País)

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