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Cuarentena y la muerte de un ADN


Soy sonorense y vivo en la Ciudad de México desde el 2011, pero siento que me bauticé en esta ciudad durante el temblor del 2017. No sólo vivir la tragedia nos une a una comunidad, sino entender lo otro, justo lo que nos es más ajeno y modificar de manera profunda esos conceptos que formaban parte de nuestra cultura, tradición e incluso ADN. 

Como mujer del desierto, y descendiente de agricultores, a mí me enseñaron que ante el embate de una naturaleza rala, agreste, casi infértil, a la tierra se le domina, a la sequía se le imponen otros hábitos hasta convertir el desierto en vergel. En este imaginario están mezcladas (con tintes de fantasías, leyendas y heroísmos introyectados) las voces de los pueblos originarios, del padre Kino y tantos misioneros que sembraron trigo en las tierras yermas. 

Y ahí vamos las generaciones posteriores sembrando jardines verdes donde solo debería haber piedras y cactáceas; sobreviviendo estoicamente a temperaturas de 47 grados a la sombra con sensación térmica de 52 grados centígrados.   

Fuimos educados para sentirnos titanes en el desierto (¿no existe, incluso, el término agrotitanes para referirnos a esos agricultores que convirtieron los desiertos en el granero de México?), para sentirnos dueños de la naturaleza.

La Ciudad de México me enseñó el respeto ante un volcán activo, como el Popo, con sus fumarolas como recordatorios de que ahí está don Goyo, respirando, vertiendo su lava, sus cenizas, eructando sus explosiones de azufre, esperando el mejor día para derramarse sobre nosotros. 

Me enseñó la aceptación ante los temblores y terremotos, que nos cimbran sin avisar día ni hora, que nos doblan las rodillas y nos derrumban con todo encima.

Y sobre todo me enseñó a tener humildad: no somos nosotros quienes dominamos la naturaleza, no somos nosotros quienes levantamos a pulso una civilización y su riqueza, no sostenemos en nuestra espalda la supervivencia de un pueblo o de nuestra familia. La naturaleza está aquí y nos somete a pesar de nuestros esfuerzos de dominancia. Porque esa es su esencia: salvaje, inescrutable, incontrolable, vasta, plena, prodigiosa.

En el 2017, con una parte de la ciudad derruida, con poblaciones vecinas damnificadas y en total indefensión, borré por siempre de mi ADN esa idea romántica y heroica de una naturaleza dominada; que además debí borrar desde el día en que me hice vegana (¿no se trata de eso, en gran parte, el veganismo?). 

Y si ese fue mi bautizo, mi confirmación es la cuarentena. Veo la humildad y entendimiento de quienes viven en esta ciudad para guardarse unos días, para aislarse en un gesto solidario con su comunidad. Veo diversos gestos para ayudar a quienes viven esta situación en la más amplia desventaja y vulnerabilidad.

La vida, la naturaleza, los procesos desencadenados por nuestros actos, un sistema económico y laboral tan mezquino y desequilibrado, es como la lava y el azufre que retumba mientras nos acecha y cerca; es como el terremoto que nos estremece por dentro. Todo cambiará, leemos. Pero no entendemos cómo. Por algo no hemos sido nosotros quienes dirigimos este cuestionamiento a los paradigmas dominantes. Aquí estamos, quienes tenemos el privilegio de poder hacerlo: encerrados, aislados, mientras escuchamos la explosión de una era, la destrucción de un espejismo que hicimos de la realidad. 

(Publicada originalmente en Revista Este País).

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