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El año nuevo que nació muerto


Cumplo años el 1 de enero. Cada año ha sido un momento de renovación, de emprender nuevos proyectos y propósitos. Así fue hasta 2021. Lo intenté, que conste. 

Pero, ¿cómo asirse al entusiasmo de un nuevo año, si el 2021 parece el largo epílogo de un 2020 moribundo? ¿Cómo emprender un año nuevo en agonía? 

El círculo de la enfermedad y la muerte de gente cercana se va ciñendo como una soga alrededor de nuestro cuello. ¿Qué sentido tiene la palabra “nuevo”, “feliz año”, nuevos propósitos, optimismo, entusiasmo, renovación? ¿Qué sentido tiene cualquier cosa que no sea sobrevivir? Y sobrevivir, ¿para qué?

La vida, como la hemos vivido, se muestra en su esqueleto más vil y crudo. Continuar trabajando, produciendo, como lo hemos hecho siempre, pero ahora desde la virtualidad, solo nos revela esa maquinaria de producción en que el mundo ha convertido a nuestros cuerpos. Hamsters acríticos corriendo fútilmente en un mismo punto, solo para que una rueda siga en movimiento; una rueda que no lleva a ningún lugar, hay que decirlo. Somos el coyote que persigue al correcaminos, y que patalea sobre el abismo antes de precipitarse en un eterno retorno entre correr y caer. 

Mi joven amigo Leo, que está iniciando la carrera de Filosofía, me contaba que tiene un sueño recurrente: hace transbordo en el metro. De otra forma, pero esa sensación la he tenido de forma constante y profunda en mi ser durante la pandemia: un eterno transbordo, o el pretender correr sobre el abismo. ¿Vale la pena hacer lo que hacemos? ¿Vale la pena hacerlo igual? ¿Vale la pena ocuparnos cuando el mundo alrededor nos grita que estamos haciendo las cosas mal, y que hay gente muriendo mientras mantenemos la ilusión de una maquinaria de producción trabajando? Y me lo pregunto aun cuando me dedico a la cultura, a pesar de estar convencida de que desde el arte y la cultura podemos hablarle de manera distinta al mundo. Pero ese rumor interno que me advierte que caminamos sin sentido no se va, no se va ni siquiera mientras duermo. 

La sensación por las noches de que el cuerpo va a la cama para dormir seis horas, antes de despertar a un nuevo día idéntico —por lo tanto, a un día que nace viejo— y mantener esa rueda de producción, está más viva que nunca.  Y es devastador. 

Intento pensar en lo positivo. Sí, en el privilegio de tener un trabajo, un sueldo que no ha faltado; el compromiso de gastar ese sueldo en el comercio local, con los pequeños negocios independientes, para comprar comida, libros, lo necesario. Pero cualquiera de esos “pensamientos positivos” se erigen dentro de una burbuja; y afuera, permanece el desempleo, las ruinas de economías precarias, la injusta brecha educativa y económica en este país, los cuerpos precarizados en su salud y estigmatización.

Este país, que se ha convertido en un obituario insensible que acumula los cadáveres en congeladores, porque ni siquiera se da abasto para extender un acta de defunción y entregar los cuerpos a los familiares y dolientes, es el mismo país que camina indolente sobre fosas comunes. El mismo país donde la vida y su misterio han perdido total sentido. Esta debacle inició desde hace décadas y nadie parece querer pararla. Las madres buscadoras, que clavan sus palas en terrenos yermos para buscar los cuerpos de sus desaparecidos, son las mismas personas que esperan los cuerpos de sus familiares, que no les han importado ni al Estado ni a la sociedad. 

¿Quién sostiene esa esfera de privilegio?, ¿y qué estamos haciendo por quienes están fuera de esa esfera?, ¿cómo no dolerte en una realidad donde asumir tu responsabilidad solidaria es encerrarte egoístamente en esa burbuja, mientras ves la muerte constante afuera, como una escenificación detrás de telones?, ¿cómo lidiar con la corresponsabilidad sin sentirte egoísta, ajeno, indolente?

Es una paradoja ayudar a contener el contagio y el colapso del sistema de salud si te confinas, desde ese lugar de privilegio que es no tener que salir a ganarte la vida; o desde ese lugar de inanición que es no tener ningún bien considerado esencial que intercambiar a cambio de una remuneración que te haga sobrevivir desde esa esfera.

Si la realidad nos intenta decir algo con la pandemia, nos está gritando con las peores atrocidades para ver si así entendemos. Y aunque tenga conciencia de temas ambientales, de cómo la violación a los ecosistemas por acción irresponsable de la humanidad nos ha traído a este momento mortal; de cómo hemos construido economías basadas en la explotación, en la despersonalización, en la especulación, en la esclavitud, en la generación de hábitos de consumo autodestructivos y no sustentables; aunque permanece en mí algo de humanidad, sensibilidad y conciencia del sufrimiento ajeno, no encuentro la forma de salir de este sistema que me hace correr irremediablemente sobre un mismo punto, no encuentro cómo esos pequeños cambios que he hecho en mi vida pueden romper ese sistema cruel.   

Pienso en la estructura de la que somos parte. Pienso en que quizá quienes gobiernan y quienes legislan en este país se encuentran buscando nuevas rutas. Es una forma infantil, quizá, de soltar una mano del asidero en búsqueda de la mano de un padre o una madre.  Pero solo encuentro la falta de políticas públicas ante la pandemia; la imposibilidad —por ineficiencia, insuficiencia o lo que sea— de un ingreso mínimo a la población; un sistema de salud saqueado por gobernantes corruptos que han medrado lo suficiente de esas megaobras hospitalarias, para poder seguir en campañas otros años más, acumulando al historial impune de corrupción; pedirles ayuda es parecido a ver a tu padre y madre buscar soluciones apostando el pequeño patrimonio familiar en un casino deprimente en las afueras de la ciudad: eso hace un gobierno que ha apostado todo a las vacunas, vacunas que no compró ni aseguró; a un plan de vacunación que, de la noche a la mañana, se ha convertido en un juego de sillas, en el  que ganan los gandallas.  Llego a mis 50 años con esta desesperanza. Inicio este año que nace agónico, sin más propósito que sobrevivir. Y quizá, a lo más que puedo ambicionar, es a sobrevivir con los ojos abiertos, con los ojos conscientes. No importa cuánto duela la muerte alrededor, no importa el desastre y la sinrazón que me circundan. Quiero tener los ojos abiertos para no olvidar lo que hemos hecho mal para llegar aquí; lo que estamos haciendo mal para estar así; lo que tendríamos que empezar a hablar y hacer para cambiar todo ese mal. Quiero tener los ojos abiertos para ver si puedo dejar de patalear en el abismo, creyendo estúpidamente que camino.

(Publicada originalmente en Revista Este País).

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