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Del naufragio a una isla fuerte y habitada

 A mis amigas de Pequeñas Labores

Estos días de lluvias intensas he recordado una experiencia que tuve hace cinco años, cuando una tormenta me dejó varada en una de las tantas inundaciones de Insurgentes, y con mi pequeña de tres años dentro del auto. 

En ese hecho simple y común se resumían todas mis taras y miedos: mi incapacidad de ubicarme en el espacio (problema agravado en un lugar  ajeno), el celular descargado en esta gran ciudad y sin un entorno de apoyo más que mi pequeña familia. 

El agua llevaba una corriente tan fuerte, que a veces el auto se movía por el oleaje que provocaban otros vehículos. Ahí, en medio de tal inundación, me sentía una náufraga. Por mi pésimo sentido de ubicación, si un policía me hubiera desviado, no hubiera sabido cómo regresar a casa.

Me sentí desolada, no sólo por mi circunstancia personal, sino por el comportamiento de la gente, sin lugar para la solidaridad. La inundación se había provocado por la cantidad de basura que había colapsado las coladeras; los coches insistían en darse vuelta en U donde no debían, sin importar la obstrucción del tráfico o el oleaje que levantaban a su paso. Vi una sociedad interesada en sobrevivir, no en ayudar, respetar o buscar soluciones comunes.

Llegó con claridad a mi mente: no pertenezco a esta ciudad, no soy parte de ella,  me repele, en esta urbe no hay espacio para la conciencia del otro. 

Náufraga, me sentí asida desesperadamente a un trozo de tierra (mi casa, mi jardín, mi familia). Sentí en carne propia eso que llaman desarraigo, y duele: sentir que no hay un lugar seguro, reconocible, familiar; que lo único familiar era mi hogar, esa tabla a la que me aferraba. 

Y aunque en el confinamiento me he descubierto aún aferrada a esa isla pequeña y seca (mi hogar, mi familia), y a pesar de que ese sentido de desamparo y desarraigo pudieron agravarse durante el aislamiento, curiosamente me ha abierto hacia lo que esta ciudad tiene de grandioso y poderoso: mentes brillantes, diversidad; espacios de encuentro con esas mentes brillantes y diversas; la incomodidad permanente para hacer las preguntas necesarias y fundamentales; el amor solidario de amistades antes incipientes y que ahora se han fortalecido en el acompañamiento en estas extrañas circunstancias.

He encontrado amigas para maternar en tribu; colegas que han detonado mi creatividad y ganas de escribir; mentoras que me han llevado a las lecturas, reflexiones, voces emergentes y urgentes en estos tiempos distópicos y de revolución feminista.

He hecho y fortalecido más amistades que en mis nueve años aquí; he descubierto el rostro solidario, sensible, comprometido de quienes habitan esta y otras urbes. 

¿Por qué ha sido así, ahora?, me pregunto. Y de lo que me doy cuenta es que el confinamiento forzado ha acortado distancias de quienes sentíamos, creábamos, reflexionábamos y vivíamos en sintonía, pero en dispersión, distancia y soledad. Dentro de toda esta red virtual nos hemos sabido olfatear, encontrar, vincular y acompañar. 

Quisiera pensar que en la pospandemia seguiremos olfateándonos en esa muchedumbre presencial, que seguiremos transitando los caminos virtuales que nos tienen ahora compartiendo consejos maternos y lecturas a la vez, en una mesa común, pero con sillas en Canadá, Estados Unidos, Reino Unido y distintas ciudades de México.  

Quisiera pensar que cuando volvamos a la vida presencial todo será un mágico efecto dominó como haber leído Casas vacías durante el reguardo, lo que me llevó a un taller con Brenda Navarro, quien me animó a escribir sobre el lugar en casa donde soy yo, y eso me hizo cambiar de lugar mi escritorio, y este hecho me llevó a escrituras, preguntas, reflexiones, otros talleres, otros diálogos, otras redes.

Eso deseo: que ese naufragio ahora sea una isla habitada, donde me siento acompañada, en complicidad y en tribu; una mesa común con sillas ocupadas por mentes brillantes y almas generosas. 

(Publicado originalmente en Revista Este País).

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