Anoche cuando llegué a casa, no entré sola. Sobre mi cabeza saltó un enorme chapulín, anticipándome en la entrada a la sala. A partir de ahí el silencio habitual se convirtió en el sonido de sus saltos por aquí y allá. Mi vista periférica advertía la presencia descontrolada del bicho. Dejé abierta la puerta por un rato, esperando que su instinto le llevara de nuevo al jardín.
No lo hizo. Resignada por lo pronto, me puse ante la estufa para preparar algo de cena. Ahí estaba. Justo sobre la estufa. Me quedé paralizada enfrente de él. Se quedó paralizado enfrente de mí. Vi cómo fue aquietando sus cuernillos, sus patas, su cabeza, hasta quedarse como una pequeña rama inerte encima de los quemadores de la estufa. Ambos quietos. El me temía. Yo le temía.
Estando tan quieto, tuve el impulso de matarlo. Recordé que hace poco maté una hormiga; me percaté de ello cuando ya estaba aplastada bajo mi dedo. Me sentí miserable. ¿Por qué la maté? ¿Qué me hace una hormiga? No necesitaba matarla, no me amenazaba. No encontré mucha diferencia entre yo y ese tirano que pierde la sensibilidad sobre lo que aniquila; que mata, y hasta que la criatura está muerta toma conciencia que la ha matado. Pero no le duele. Sigue matando, indiferente.
¿Por qué debía yo matar al chapulín? ¿Qué riesgo era para mí, para mi casa? Seguía observándolo, y él a mí. Pensé en sus instintos, en la inteligencia animal que le prepara para mimetizarse con el ambiente. Pero esa pobre criatura no estaba en su ambiente. Su color no podía fundirse con el negro del quemador; el hierro no le enseña a imitarlo mediante una vibración vital, como si fuera el tronco de algún árbol.
Pienso en su inteligencia que le hace suponer que yo quiero matarlo. ¿Si no, por qué antepone la quietud sobre su impulso natural de saltar y buscar el pasto del jardín? Sabe que está en peligro. Y sin embargo no puede hacer nada ante la masa y tiranía de un ser que sí es amenaza para él, nada más que quedarse quieto.
No es compasión lo que tengo por esa criatura, sino admiración. Me hago a un lado, donde ya no pueda sentir mi amenaza, para que siga sus instintos. Pasa un momento en total quietud, y cuando confía en que lo he abandonado, empieza poco a poco a mover las patas. Sus extremidades tan sensibles reaccionan ante los residuos de grasa que seguramente hay en la estufa, pues alza las patas con un movimiento cuidado, como si despegara ventosas, o como si se librara de una superficie chiclosa. Sé que se está preparando para la huída. Prepara sus patas flexibles y fuertes. Su mecanismo perfecto para sobrevivir en medio de la creación. Para seguir viviendo en este u otro jardín; él qué sabe de propiedades. Él pertenece al Universo y el Universo le pertenece a él.
De pronto desaparece ante mi vista. Se oye el sonido de su cuerpo estrellándose contra la campana de la cocina. Su cuerpo es más rápido que el sonido. Escuché su movimiento, pero fue imposible ver el mecanismo y proceso de su salto.
Ha caído finalmente sobre el piso. Abro la puerta. Deseo que el aroma de la hierba húmeda llegue a él. Que la vibración de la naturaleza sea lo suficientemente intensa para que regrese ahí donde no es amenazado, ahí donde todo es acogida hasta el mimetismo. Dejo la puerta abierta. Empiezo a temer que por esa puerta entre una amenaza para mí. Veo que este mundo contiene muchos mundos. Que mi hogar tiene mi calor y mi equilibrio, pero no el de este pequeño insecto. Y que la oscuridad de la noche con sus zumbidos, tiene el aroma y color de esta criatura, pero también el de otros tiranos que aplastan la vida, y se dan cuenta que la han aniquilado hasta que sienten la sangre en sus manos.
Cruza la puerta, sale a su mundo. Entro y cierro la puerta, para protegerme del mundo.
No lo hizo. Resignada por lo pronto, me puse ante la estufa para preparar algo de cena. Ahí estaba. Justo sobre la estufa. Me quedé paralizada enfrente de él. Se quedó paralizado enfrente de mí. Vi cómo fue aquietando sus cuernillos, sus patas, su cabeza, hasta quedarse como una pequeña rama inerte encima de los quemadores de la estufa. Ambos quietos. El me temía. Yo le temía.
Estando tan quieto, tuve el impulso de matarlo. Recordé que hace poco maté una hormiga; me percaté de ello cuando ya estaba aplastada bajo mi dedo. Me sentí miserable. ¿Por qué la maté? ¿Qué me hace una hormiga? No necesitaba matarla, no me amenazaba. No encontré mucha diferencia entre yo y ese tirano que pierde la sensibilidad sobre lo que aniquila; que mata, y hasta que la criatura está muerta toma conciencia que la ha matado. Pero no le duele. Sigue matando, indiferente.
¿Por qué debía yo matar al chapulín? ¿Qué riesgo era para mí, para mi casa? Seguía observándolo, y él a mí. Pensé en sus instintos, en la inteligencia animal que le prepara para mimetizarse con el ambiente. Pero esa pobre criatura no estaba en su ambiente. Su color no podía fundirse con el negro del quemador; el hierro no le enseña a imitarlo mediante una vibración vital, como si fuera el tronco de algún árbol.
Pienso en su inteligencia que le hace suponer que yo quiero matarlo. ¿Si no, por qué antepone la quietud sobre su impulso natural de saltar y buscar el pasto del jardín? Sabe que está en peligro. Y sin embargo no puede hacer nada ante la masa y tiranía de un ser que sí es amenaza para él, nada más que quedarse quieto.
No es compasión lo que tengo por esa criatura, sino admiración. Me hago a un lado, donde ya no pueda sentir mi amenaza, para que siga sus instintos. Pasa un momento en total quietud, y cuando confía en que lo he abandonado, empieza poco a poco a mover las patas. Sus extremidades tan sensibles reaccionan ante los residuos de grasa que seguramente hay en la estufa, pues alza las patas con un movimiento cuidado, como si despegara ventosas, o como si se librara de una superficie chiclosa. Sé que se está preparando para la huída. Prepara sus patas flexibles y fuertes. Su mecanismo perfecto para sobrevivir en medio de la creación. Para seguir viviendo en este u otro jardín; él qué sabe de propiedades. Él pertenece al Universo y el Universo le pertenece a él.
De pronto desaparece ante mi vista. Se oye el sonido de su cuerpo estrellándose contra la campana de la cocina. Su cuerpo es más rápido que el sonido. Escuché su movimiento, pero fue imposible ver el mecanismo y proceso de su salto.
Ha caído finalmente sobre el piso. Abro la puerta. Deseo que el aroma de la hierba húmeda llegue a él. Que la vibración de la naturaleza sea lo suficientemente intensa para que regrese ahí donde no es amenazado, ahí donde todo es acogida hasta el mimetismo. Dejo la puerta abierta. Empiezo a temer que por esa puerta entre una amenaza para mí. Veo que este mundo contiene muchos mundos. Que mi hogar tiene mi calor y mi equilibrio, pero no el de este pequeño insecto. Y que la oscuridad de la noche con sus zumbidos, tiene el aroma y color de esta criatura, pero también el de otros tiranos que aplastan la vida, y se dan cuenta que la han aniquilado hasta que sienten la sangre en sus manos.
Cruza la puerta, sale a su mundo. Entro y cierro la puerta, para protegerme del mundo.
Comentarios
(al percibir tu miedo se quedó inmóvil para no asustarte más).
Luego se fue yendo despacito, para no hacer más ruido que te sobresaltara nuevamente.
El no sintió temor, sino la compasión y ternura ante un ser más frágil.
(El tamaño no le dice nada acerca de quien es más amenazante o fuerte, más le impresionó tus latidos a punto de trombosis). Eso creo. ¡CRI! ¡CRI!
Lo del seudónimo es un apodo juventud cuando corredor aficionado,pero luego
me identifiqué con la vida solitaria del coyote. Es mi parte secreta.
Saludos!
Saludos, Coyote montaraz.