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Mostrando las entradas de noviembre, 2004

Transferencias

Transferencia de embriones , leo en un letrero que aparece desaliñado en medio de la carretera. Alrededor sólo hay monte, maleza, la vía del tren como la osamenta de un animal prehistórico fosilizado en el desierto; los postes de madera como gigantes agonizantes, desconectados, mientras por encima se erigen nuevos postes de concreto, que conducen con orgullo electricidad y algo más: un futuro que no se alcanza a ver. Tampoco se ve ningún edificio cerca, ninguna puerta computarizada, ninguna antena satelital que avise que por ahí se hace algo tan moderno e inexplicable como transferir embriones. Sólo se ve alguna casa abandonada, con la maleza invadiéndola por dentro, saliendo impúdica por las ventanas como el vello de una oreja anciana. Sólo se ve ese letrero. ¿Embriones de qué? ¿Transferencia a dónde? Más que macabro, el letrero es ridículo. Tan ridículo como el letrero “Río Yaqui”, pretencioso en la misma carretera, en el mismo enorme llano bordeado de árboles esquelétic

Discapacidad social

Ahora entiendo a los discapacitados. Conducirse en un mundo donde nada está hecho para manejarse con autosuficiencia. Yo tengo una suerte de discapacidad social llamada “vivir sola”. Siga el siguiente diálogo, a raíz de una cirugía que me realicé recientemente. ­—¿Quién viene con usted? — Eh, nadie. —¿Cómo que nadie? — Pues no. ¿Necesito a alguien? — A ver, vayamos haciendo esto. Nombre... edad... estado civil... (Pienso: ¿Digo divorciada o soltera?) —¿Estado civil? — Eh... soltera. —¿A quién hace responsable? —¿Responsable? ¿de qué? — Alguien, que no sea usted, debe firmar como responsable de usted. (¿La doctora, qué no?) — Dígame el nombre y teléfono de alguien que se haga responsable. Aunque no venga con usted. — El nombre de mi cuñada: Rossy B, tel. x. —¿Su cuñada, dijo? — Sí, mi cuñada. —¿Qué hago con sus pertenencias? —¿No puedo pasar con ellas? —¿A Quirófano? No. —¿Me las podrías cuidar tú? — Sí. ¿En ningún momento vendrá algún familiar? — Sí, vendrán p

Ser casa

Una semana en casa. Días de punta a cabo en ese espacio que he ido trazando. Mi espacio. Me sentaba en la sala. Y veía por la ventana esa luz tibia, pudorosa y juguetona que se cierne por los árboles en la mañana. Y escuchaba ese silencio de niños y ese silencio de mujeres trajinando dentro de sus casas. En ese silencio sólo irrumpía un coro de voces que advierte que no es desolación, sino faena, empeño, labor. Es el llamado de los vendedores, aliados de esa gran industria que generan las amas de casa: tortilleros, aguadores, jardineros, aboneros, verduleros, panaderos... La entraña de mi casa también se iba llenando del sonido del agua, las ollas, el cristal de la vajilla; se iba ensanchando en sus aromas de limpieza, lavanda, agua, mentas; aromas de comida, que inician frescos e individuales, y acaban en olores concentrados y unidos en un solo platillo. De cuánto me pierdo cuando no estoy en casa. De la luz juguetona que se vuelve nostálgica en la tarde ocre; la noche que