Yucatán ha sido lo más lejano que puedo imaginar dentro del territorio mexicano. Lo más lejano a Sonora. Y nunca me imaginé ahí. Hasta que, en estas vacaciones, la brújula señaló hacia esa península, que por otra parte tiene puntos de encuentro con mi estado (como todos los extremos): hay una comunidad yaqui ahí, y sueños independentistas (nosotros más bien en nuestro imaginario, pues ni siquiera hemos roto la inercia para inventarnos una posible bandera). Y algo más íntimo me une a ese rincón: Jaime pasó ahí muchos veranos de su niñez; así que es como visitar esos pequeños terruños prestados que todos tenemos en nuestros recuerdos.
Ha sido de los viajes más significativos que he tenido en mi vida. No vale la pena explayarme sobre cómo veo trabajadas y hasta cierto punto superadas mis neurosis (mi dificultad para disfrutar del ocio, las vacaciones, conducirme en lugares desconocidos). Contemplé de manera vívida la cosmovisión de los mayas (tan estudiada en mi facultad de Teología en la Pontificia de Salamanca); vi sus paisajes, sus cielos, sus cenotes, sus playas, sus selvas bajas, y entendí con fluidez cómo llegaron a sus conclusiones; me conmoví con sus hallazgos astronómicos; me conmoví con sus pirámides tan fuertes y a la vez etéreas, como criaturas que emergieron del vientre de la misma tierra.
Y después de mucho tiempo, vi con orgullo a mi país, sin recordar lo que le han hecho. Los yucatecos siempre sonrientes, bromistas, cálidos, con una ingenuidad todavía intacta como la tuvimos todos antes de esta debacle, me recordaron lo que hemos sido y aún somos. Gracias, Yucatán.
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