Justo hablaba por chat con mis compañeros de trabajo sobre la desesperanza, cuando alguien llamó a la puerta de casa. Al preguntar por el asunto que lo traía, levantó mi cartera que sostenía en su mano y respondió: Vengo a regresarle la cartera que dejó en mi taxi.
En efecto, un día antes por la mañana había perdido mi cartera. Mi despiste habitual me impedía concluir que me la habían robado, "¿Qué tal que está en casa entre los juguetes de Ceci, adentro de la lavadora o en la cajuela de mi coche?". Mientras me resignaba a perderla, cancelé tarjetas. Por si acaso.
La hipótesis más poderosa (para todos, menos para mí) es que me la habían robado en el mercado callejero de nuestro barrio. El taxista con mi cartera me confirmaba: no la perdí dentro de casa; pero eso sí sabía bien, yo no había tomado un taxi desde hacía un mes.
El taxista me explicó que encontró la cartera debajo del asiento, al limpiar su auto, y que se "tomó la libertad" de revisar entre mis documentos hasta que encontró mi dirección en el RFC.
Una recompensa y las gracias de por medio, me devolvieron la cartera intacta, menos los 57 pesos que traía en efectivo al momento de perderla.
Supongo que el carterista iba tras efectivo y decepcionado abandonó mi cartera en el taxi en el que huyó; o que, superando mi grado de despiste y de mala suerte, olvidó el objeto robado en el taxi antes de que pudiera vaciar mis tarjetas.
Sea lo que sea, me ha hecho pensar en la esperanza, y que con este hecho la recupero por dos vías. La esperanza humana, de alguien que en lugar de hacer el mal con toda la información y armas que tuvo en sus manos, actuó con buena voluntad al venir hasta mi casa para negar cada una de las posibilidades de daño (y de delito). Y la esperanza sobrehumana, de una cadena de hechos que pudo acabar muy mal y que por fortuna no sucedió. Me sentí protegida por algo que no es humano, o por alguien que ya no es humano. Y a pesar de que este año ha sido muy mala onda, me sentí con buena suerte, con buena estrella.
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