En una caja encontré cartas escritas a mano que nos escribíamos Jacque, Nora y yo. Las tres amigas inseparables a partir de sexto y primero de secundaria hasta hoy, a pesar de los exilios de cada una.
Encontré nuestras fotos en portarretratos con dibujos hechos a mano y la inscripción JAN (¿qué adolescente se resiste a nombrar la amistad con un nombre único, no importa qué tan trillado, simplón o cursi pueda ser?). Las volví a leer: reconocí la letra redonda y vertical de Nora, la letra redonda e inclinada hacia la derecha de Jacque. Caligrafías hermosas, afables, correctas, como siempre han sido mis amigas.
Leí de nuevo los dilemas escolares de Nora, con una concentración en los estudios que me maravillaba; volví a leer los cambios radicales de Jacque: la adaptación a una ciudad que la vio nacer pero que en cierta forma era ajena e incómoda, retadora y maternal. Volví a leer la historia de amor entre ella y Esteban, ese chico con el que solía hablar en la escuela, inteligente, curioso, caballero. Las tres siempre firmábamos igual: te quiere tu amiga-hermana.
Quizá nunca he vuelto a tener una amistad así, con esa inocencia, entrega, desprejuicios; esas barreras inexistentes, echadas abajo, porque en aquella adolescencia no necesitábamos protegernos de nada, de nadie.
Por eso los recuerdos del inicio del amor entre Jacque y Esteban estaban frescos cuando recibí la llamada: Esteban murió. A los 50 o algo, a nuestra edad, a nuestro lado, en nuestra realidad. Porque si eso le pasa a Jacque, le pasa a Nora, me pasa a mí. Porque si Jacque llora, llora Nora, lloro yo. Porque si ella no entiende cómo pudo pasar, cómo puede estar sin él, Nora y yo tampoco entendemos, y también nos hemos quedado sin él.
Sin esa sonrisa de lado, sin su ironía desfachatada, sin su actitud de "echa pa´lante que la vida todo lo acomoda", sin su solidez que te hacía estar segura de que todo está bien o que todo estaba de la chingada pero estaría bien.
Escucho la voz de Nora, a través del teléfono: por favor, ve el celular. Su voz siempre segura, siempre en su lugar, siempre entera, estaba quebrada, abatida. Llamo y escucho esa voz de Jacque: su dulzura, tenue, calma; y escucho el dolor, la incomprensión, el realismo, el amor, el desgarro, el vencimiento, la rendición ante la realidad. Y tengo los ojos cerrados mientras lloro y veo su letra redonda inclinada hacia la derecha, escribiéndome por primera vez de Esteban. La tinta fresca. La amistad vívida. El dolor compartido en esta ciudad, en la que ahora coincidimos, amigas hermanas.
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