Hace 35 años te vimos por última vez. Ese 28 de febrero es un tiempo que se suspendió: tu tiempo, tu edad. Desde entonces te siento aquí, como entonces: un chico de 21 años, con alma de viejo, alma de loco como te decías a ti mismo, con el humor tan cambiante, intenso, con tus tormentas internas que apenas avistábamos pero nunca compartiste. Sigues siendo el hermano mayor, aunque ahora sea mucho mayor que tú en tu último día. ¿Y por qué no sería así? Todavía levanto la cabeza para verte.
"Inicia mi adolescencia", nos anunciaste. Y sí, aquí estás con toda ella: con sus preguntas, titubeos, con su riada sin presa alguna, con su belleza latiendo, sus risas incontenibles y sus lágrimas igual de irrefrenables. Llega con una letra bella y desprolija a la vez, con vocaciones más claras. Otro tono de voz, otro tono ante la vida. Más vulnerable quizá, pero más decidida a caminar. Más silenciosa e interna, y más vociferante en sus formas. Me emociona observarte, redescubrirte, tomar tu mano y decir: calma, no hay prisa; calma, nadie fuera de ti te enuncia y determina; calma, calma, hay tanto por descubrir, hay tanto tiempo por delante, tanto aprendizaje en el itinerario, tantos hallazgos y tesoros, aun aquellos disfrazados de ceniza o putrefacción. Calma. Que en tu corazón nadie hable más que tú. Que ante el espejo no hable nadie más que el amor con el que te creamos y trajimos al mundo. Que tu voz interior solo se hable a sí misma con la ternura y admiración con la...
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