Ir al contenido principal

Mi perro Trancos



Trancos, le puse. Era un perro color negro azabache, con una pequeña mancha blanca en la punta de la cola. Tenía una forma craneal cuadrada. El nombre viene de El señor de los anillos; es el nombre que le dan a Aragorn durante el exilio, en su periodo montaraz. Para mí ese perro era noble, inteligente, delicado; todo eso muy escondido detrás de su condición feral.
Yo tenía 23 años y, por una obstinación que solo puede sostenerse a esa edad, vivía en el desierto, en una casita en medio de la nada, sin electricidad, con agua solo dos horas al día. Mi padre, preocupado por mí y mi seguridad, me lo regaló. Era bravo. Vaya que sí. Tanto que no se sentía nada cómodo como perro de compañía, y casi de inmediato huyó con una manada de coyotes. De repente lo veía a lo lejos. Era fácil de reconocer por su negritud y cola de punta blanca.
Así que mi padre volvió a visitarme con otro regalo: una perra criolla, color marrón, con cierta ascendencia Weimaraner. Le puse Cacao.
Ella, en cambio, era extrovertida, amorosa, disoluta, de una alegría y entusiasmo que rayaban en lo obtuso.
Pero en cuanto Trancos empezó a ver a mi nueva acompañante, intentó acercarse. Detrás de la cerca, con su manada de coyotes. Con el tiempo fue llegando solo, sin sus camaradas; y cada vez fue acortando la distancia. Hasta que un día traspasó el cerco de acotillo y púas, y no volvió a irse. No por un buen tiempo.
Como buen perro feral, aunque ya pertenecía al mundo doméstico cerco adentro, no se dejaba tocar. Sí respondía al nombre. Y también paulatinamente, en especial cuando me veía acariciar a Cacao que era mala vigilante y solo vivía para jugar y ser acariciada,  empezó a acercarse. Hasta que un día se dejó acariciar, con la cola entre las patas, los ojos temerosos, y en total alerta para huir ante cualquier resquicio de amenaza. En ese momento lloré. Lloré como lloro ante seres lastimados.
Trancos fue confiando. Trancos fue convirtiéndose en Aragorn. Pero no le cambié el nombre. Porque su dignidad, su fuerza, venía de su carácter feral. Cacao y él jugaban mucho juntos. Y Trancos solía protegerla y salvarla de los riesgos que ella no medía cuando quería jugar con serpientes, comer alacranes, cruzar por espinas.
Un día no lo logró. Encontramos a Cacao mordida por una cascabel, inflamada casi a punto de reventar. Muerta. Trancos le lloró tanto como yo. Pero no se dejó acariciar. La enterramos bajo un paloverde. Y esa mismo día, Trancos desapareció.
Cada tarde, cuando la resolana bajaba y el desierto tenía ese color de oro viejo que lo nimba todo, me visitaba con su manada de coyotes. Se paraba a la cabeza de todos ellos, frente a la cerca. Y ahí permanecía hasta que yo salía y le gritaba: "¡Trancos! ¡Hola, Trancos! ¡Gracias por venir, guapo! ¡Salúdame a tus amigos!"
Trancos, el montaraz, me saludaba moviendo la cola y huía con los suyos.
 


Comentarios

Entradas más populares de este blog

Ceci, 12

Ceci de mi alma, Cuando leas esto ya tendrás 12 años. Una edad en la que las artes de la magia se convierten en empeño, esfuerzo, sabiduría forjada cada día, conciencia. Y eso te pediré hoy: un poco de magia para que me hagas estar contigo en ste momento, para que me sientas en tu corazón y en tu mente con la claridad con que me ves cada día a las seis de la mañana en la cocina, preparando todo antes de que te vayas a la escuela. Aunque, estando tan modorras, ¿podemos vernos con claridad? Mejor: con la claridad con que me ves cuando regresas de la escuela y me cuentas lo que pasó, mientras la comida termina de prepararse, y el celular suena y suena y suena con mensajes y el trabajo interminable, que tr fastidia un poco. Hay una escritora que dice que de alguna manera las mamás nunca podemos separarnos del todo de nuestras criaturas, porque hemos estado tan unidas una en la otra, desde el inicio de la vida, que es imposible. Y así como el misterio inicia, gestándose en el vientre

Capomo

Alicia, la novia de mi hermano Martín , me invitó a montar. A pelo. Sin silla de montar. Yo era niña. Tenía quizá 10 años. Anduvimos por el monte, lleno de brizna seca, con el sol muy bajo y naranja. En el silencio montaraz, ella me cantaba "La flor de capomo", ¿la conoces?, me preguntó. Le dije que no, entonces me la cantó en mayo. Este es uno de los momentos más memorables en mi niñez. Tiempo después, en una fiesta en el campo donde había música en vivo, mi padre quiso complacerme con una canción. "La flor de capomo", pedí, y mi padre sonrió extrañado y orgulloso a la vez. Desde entonces, para él esa es mi canción. Sí, esa es mi canción. Nunca he visto una flor de capomo. Queda poca gente que la ha visto. La flor de capomo crece en los ríos. Y ahora el río yaqui y mayo ya están secos, por lo que la flor de capomo es ya casi mítica. La raíz es muy extensa y con muchos tentáculos. Es como un estropajo estirable que se clava muy superficialmente en la tierra. El t

Mariana, 28

Mariana de mi alma, Desde que naciste me pregunté mucho qué sería de ti. Porque esa mirada profunda que parecía venir de otros mundos y otros tiempos, ese llanto intenso y que llenaba la habitación, o esa risa llena de luz y plenitud solo me llevaban a preguntar: ¿qué hará en esta vida? y sobre todo, ¿qué tengo que hacer yo, como su madre, para acompañarla? Desde entonces siempre te he visto llegar a los linderos, ampliar los límites, llevarte a ellos o más allá de sus coordenadas. No como alguien que rompe, sino descubre; no como alguien que se precipita, sino explora. Una especie de cartógrafa del ser. Sin tibiezas ni inmovilismos. Y pienso en lo afortunada que soy de conocer más allá de mis miras miopes gracias a ti, de ser empujada más allá de mis límites por ti. Siempre. Incluso hoy. Nada de medianías contigo, nada de apatía, de pasividad. Aunque sea yo una roca angulosa y pesada, crees en mí como un canto rodado. Y pienso que tu misma búsqueda de expresión, sin límites c