Transferencia de embriones, leo en un letrero que aparece desaliñado en medio de la carretera.
Alrededor sólo hay monte, maleza, la vía del tren como la osamenta de un animal prehistórico fosilizado en el desierto; los postes de madera como gigantes agonizantes, desconectados, mientras por encima se erigen nuevos postes de concreto, que conducen con orgullo electricidad y algo más: un futuro que no se alcanza a ver.
Tampoco se ve ningún edificio cerca, ninguna puerta computarizada, ninguna antena satelital que avise que por ahí se hace algo tan moderno e inexplicable como transferir embriones.
Sólo se ve alguna casa abandonada, con la maleza invadiéndola por dentro, saliendo impúdica por las ventanas como el vello de una oreja anciana.
Sólo se ve ese letrero. ¿Embriones de qué? ¿Transferencia a dónde? Más que macabro, el letrero es ridículo. Tan ridículo como el letrero “Río Yaqui”, pretencioso en la misma carretera, en el mismo enorme llano bordeado de árboles esqueléticos, calcinados por una sed mortal en el valle.
Recuerdo cuando ese río era un caudal desenvuelto en la intimidad tupida de los álamos y ceibas, cubiertos por un intrincado manto verde.
Recuerdo cuando el paisaje era un aula de enormes alfombras, que enseñaban con vivacidad el sentido de las palabras: trigo, algodón, cártamo, soya, mijo, garbanzo.
Recuerdo cuando esos postes de madera parecían tótems oscuros que vigilaban la carretera y el paso de los carros.
Recuerdo cuando el tren era una serpiente feroz que amenazaba con su estertor y velocidad nuestro paso humillado.
Recuerdo cuando embrión no era una palabra. Cuando no se refería a un producto vivo o muerto, devaluado, desarraigado del vientre materno y del amparo paterno; cuando embrión no tenía que ver con células madres ni con clonación ni con muerte.
Cuando transferencia de embriones no era sino una mujer embarazada, caminando apacible, acariciando su vientre.
Alrededor sólo hay monte, maleza, la vía del tren como la osamenta de un animal prehistórico fosilizado en el desierto; los postes de madera como gigantes agonizantes, desconectados, mientras por encima se erigen nuevos postes de concreto, que conducen con orgullo electricidad y algo más: un futuro que no se alcanza a ver.
Tampoco se ve ningún edificio cerca, ninguna puerta computarizada, ninguna antena satelital que avise que por ahí se hace algo tan moderno e inexplicable como transferir embriones.
Sólo se ve alguna casa abandonada, con la maleza invadiéndola por dentro, saliendo impúdica por las ventanas como el vello de una oreja anciana.
Sólo se ve ese letrero. ¿Embriones de qué? ¿Transferencia a dónde? Más que macabro, el letrero es ridículo. Tan ridículo como el letrero “Río Yaqui”, pretencioso en la misma carretera, en el mismo enorme llano bordeado de árboles esqueléticos, calcinados por una sed mortal en el valle.
Recuerdo cuando ese río era un caudal desenvuelto en la intimidad tupida de los álamos y ceibas, cubiertos por un intrincado manto verde.
Recuerdo cuando el paisaje era un aula de enormes alfombras, que enseñaban con vivacidad el sentido de las palabras: trigo, algodón, cártamo, soya, mijo, garbanzo.
Recuerdo cuando esos postes de madera parecían tótems oscuros que vigilaban la carretera y el paso de los carros.
Recuerdo cuando el tren era una serpiente feroz que amenazaba con su estertor y velocidad nuestro paso humillado.
Recuerdo cuando embrión no era una palabra. Cuando no se refería a un producto vivo o muerto, devaluado, desarraigado del vientre materno y del amparo paterno; cuando embrión no tenía que ver con células madres ni con clonación ni con muerte.
Cuando transferencia de embriones no era sino una mujer embarazada, caminando apacible, acariciando su vientre.
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