*Daniel Terán, ilustrador.

I. Un encuentro de pelos
Después de tres años de pedírmelo ella y yo posponerlo, un sábado por fin mi hija y yo fuimos por el perrito que habíamos encargado –cierto que al principio para mí era sólo una hipótesis-: schnauzer, sal y pimienta, macho.
Cuando salimos de la veterinaria con una casita móvil, una bolsa de comida, carnazas, collar, cacharros para la comida y un perro que por más recién bañado olía a perro, dije: esta es la realidad que nos espera.
Y así fue. Empezar a entrenarlo, y empezar a querer esa masa informe pero armoniosa de pelos: unos por aquí y otros por allá no; unas aristrocráticas cejas que caen como obelisco sobre los ojos, y un hocico con bigotes tan generosos como un chorro de agua abierto contra el viento. Nos fuimos acostumbrando a sus roces en nuestros tobillos. A la alegría incondicional e inconsciente de una criatura que parece haber nacido sólo para complacer y alegrar a sus dueños.
El cariño fue súbito y desbordante hacia Rabito.
II. Cannis filias
En el patio con Rabito, una mañana, 6 am. Observo su mirada que ladea de un lado a otro, como queriendo ganarse todo mi sí. Una mirada sin historia que sólo depende de que en ese momento lo acaricie y le repita su nombre, como una manera de asegurarle: existes para mí.
¿Por qué queremos con cariño súbito a los perros? Siento que esa pequeña criatura es el espejo que nos devuelve toda nuestra fragilidad, que toca con un dedo invisible la parte más vulnerable y herida que tenemos.
Los animales, las mascotas, son una especie de proyección de nuestra maltrecha debilidad.
III. La ponzoña de la enfermedad
Rabito enfermó. Todos los síntomas de ese mal mortal que aniquila a los cachorros en unas cuantas horas, eternas por el dolor. Hospital. Agujas. Suero. Dolor. Días de incertidumbre. De no reaccionar. De mejor no vengan a verlo. Hasta que recibimos la llamada: Vengan por él, tal vez en casa se anime más.
Recibimos a la fragilidad hecha pelos opacos sobre huesos pequeños. Sus dientes apretados por el dolor. Su estómago rugiente por la enfermedad que le impide comer y retener aquello que come. Una mirada que ahora no nos pide un sí, sino un no.
Días de llorar cuando nadie me ve. Días de llorar cuando alguien me pregunta y tengo que responder. Días de llorar cuando digo Rabito y ese sonido sólo significa lo que fue.
¿Por qué esta tristeza? ¿Por qué si suelo ser tan fuerte para todo lo demás? ¿Por qué el llanto cuando mi razón acomoda los cajones deshechos de la mente para no sufrir el caos ni el dolor?
No sé si es una vulgar y tramposa proyección. Lo cierto es que estaba consciente de que esa diminuta bestia estaba sufriendo y me dolía mucho. Tal vez porque para mí es tan importante la palabra, me frustra mucho que en el caso de un perro no hay palabras que ayuden, ni razones, ni entendimiento. Pareciera que su salud sólo dependiera de mi cariño, de mi destreza, de mi generosidad bruta, y se pone a prueba justo eso que me aterra: no ser capaz del suficiente cariño, o de la suficiente generosidad.
IV. Habemus Rabitum
Un día el instinto por la vida y por el cariño se despliega como una vela que majestuosa empuja un corazón endeble. Un día las orejas recuperan su estado de alerta, y ladean la cabeza como los alerones inteligentes de un avión que vira en el cielo abierto. Un día el olfato recupera su agudeza y busca apetitoso la comida. Un día la mirada empieza a recuperar el brillo que tiene el sí. Un día el pelo vuelve a ser un cosquilleo raudo por tus tobillos. Las aristocráticas cejas vuelven a ser nobles y no patéticas.
Dices Rabito y esa criatura responde con toda su razón de ser: una alegría porque sí, un cariño porque sí.
Después de tres años de pedírmelo ella y yo posponerlo, un sábado por fin mi hija y yo fuimos por el perrito que habíamos encargado –cierto que al principio para mí era sólo una hipótesis-: schnauzer, sal y pimienta, macho.
Cuando salimos de la veterinaria con una casita móvil, una bolsa de comida, carnazas, collar, cacharros para la comida y un perro que por más recién bañado olía a perro, dije: esta es la realidad que nos espera.
Y así fue. Empezar a entrenarlo, y empezar a querer esa masa informe pero armoniosa de pelos: unos por aquí y otros por allá no; unas aristrocráticas cejas que caen como obelisco sobre los ojos, y un hocico con bigotes tan generosos como un chorro de agua abierto contra el viento. Nos fuimos acostumbrando a sus roces en nuestros tobillos. A la alegría incondicional e inconsciente de una criatura que parece haber nacido sólo para complacer y alegrar a sus dueños.
El cariño fue súbito y desbordante hacia Rabito.
II. Cannis filias
En el patio con Rabito, una mañana, 6 am. Observo su mirada que ladea de un lado a otro, como queriendo ganarse todo mi sí. Una mirada sin historia que sólo depende de que en ese momento lo acaricie y le repita su nombre, como una manera de asegurarle: existes para mí.
¿Por qué queremos con cariño súbito a los perros? Siento que esa pequeña criatura es el espejo que nos devuelve toda nuestra fragilidad, que toca con un dedo invisible la parte más vulnerable y herida que tenemos.
Los animales, las mascotas, son una especie de proyección de nuestra maltrecha debilidad.
III. La ponzoña de la enfermedad
Rabito enfermó. Todos los síntomas de ese mal mortal que aniquila a los cachorros en unas cuantas horas, eternas por el dolor. Hospital. Agujas. Suero. Dolor. Días de incertidumbre. De no reaccionar. De mejor no vengan a verlo. Hasta que recibimos la llamada: Vengan por él, tal vez en casa se anime más.
Recibimos a la fragilidad hecha pelos opacos sobre huesos pequeños. Sus dientes apretados por el dolor. Su estómago rugiente por la enfermedad que le impide comer y retener aquello que come. Una mirada que ahora no nos pide un sí, sino un no.
Días de llorar cuando nadie me ve. Días de llorar cuando alguien me pregunta y tengo que responder. Días de llorar cuando digo Rabito y ese sonido sólo significa lo que fue.
¿Por qué esta tristeza? ¿Por qué si suelo ser tan fuerte para todo lo demás? ¿Por qué el llanto cuando mi razón acomoda los cajones deshechos de la mente para no sufrir el caos ni el dolor?
No sé si es una vulgar y tramposa proyección. Lo cierto es que estaba consciente de que esa diminuta bestia estaba sufriendo y me dolía mucho. Tal vez porque para mí es tan importante la palabra, me frustra mucho que en el caso de un perro no hay palabras que ayuden, ni razones, ni entendimiento. Pareciera que su salud sólo dependiera de mi cariño, de mi destreza, de mi generosidad bruta, y se pone a prueba justo eso que me aterra: no ser capaz del suficiente cariño, o de la suficiente generosidad.
IV. Habemus Rabitum
Un día el instinto por la vida y por el cariño se despliega como una vela que majestuosa empuja un corazón endeble. Un día las orejas recuperan su estado de alerta, y ladean la cabeza como los alerones inteligentes de un avión que vira en el cielo abierto. Un día el olfato recupera su agudeza y busca apetitoso la comida. Un día la mirada empieza a recuperar el brillo que tiene el sí. Un día el pelo vuelve a ser un cosquilleo raudo por tus tobillos. Las aristocráticas cejas vuelven a ser nobles y no patéticas.
Dices Rabito y esa criatura responde con toda su razón de ser: una alegría porque sí, un cariño porque sí.
Comentarios
efrain galvan c.
Sin duda los animales renancen en nosotros muchos sentimientos que teniamos ahi, ocultos y que no sabiamos que existian.
Bello Marian.