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Adiós, Maricarmen

Tú salmantina venías a Hermosillo. Yo casi hermosillense llegaba a Salamanca. Aplanamos carretera de Barcelona a Andalucía, parando en ermitas abandonadas, en monasterios dignos de ver, en árboles de frondas anfitrionas.

Poco supe de tu vida. Poco supiste de la mía. No supe entonces de tu claustro desde los 16 años. No supe por qué dijiste que un día saldrías de ese convento de isabelinas. No supe cómo saliste y de repente fuiste teóloga. No supe cómo venciste la reja, la coraza, para trabajar en Ginebra, en Santiago, en Hermosillo.

Entonces éramos presente de viaje y futuro que se abría. Yo con una bebé en mis piernas. Tú con una maleta a punto de cruzar el atlántico.

De reencuentro en este desierto seguimos siendo presente. Uno mutante para mí. Uno apacible para ti. Fuiste pilar. Sacerdotiza que aún no existe en nuestra tradición. Confesora ermética. Sabiduría común. Voz dulce y familiar que me recordaba las ventanas salmantinas. Un abrazo alegre y materno.

Nunca supiste por qué lloraba al saber que regresabas a tu tierra. Nunca supiste que pude perderme. Que luchaba por no extraviarme. Nunca supiste que eras guía. Nunca lo dije.

No me perdí. Te lo prometí sin que supieras. Ahora puedo decirte adiós sonriendo.

Seguimos siendo presente. El mío siempre mutante, el tuyo ya eterno.

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