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El olor del miedo

Cuando estaba en preescolar viví mi etapa de terror escolar: soñaba que la maestra era una combinación entre bruja y diablo, y estaba segura que su nombre, Cornelia, provenía de los cuernos diabólicos que seguro ocultaba bajo su mata de pelo. Desde que subía al camión escolar empezaba a detectar esos olores que anudaban mi estómago. Esas niñas usaban un shampoo que yo no, perfumes que yo no, sus mochilas, todas ellas iban dejando una estela de olores que me recordaban que eran distintas a mí, que yo era distinta a ellas. Que yo era distinta. Que no era mi lugar.

Todavía si huelo ese shampoo (que aún no sé cuál es) vuelve el nudo a mi estómago. Y vuelve mi duda: ¿sé ya cuál es mi lugar?

El mismo miedo vuelve cuando voy a una clínica y huele a alcohol. Recuerdo los piquetes en la vena para indagar entre mis glóbulos si tenía anemia o leucemia, porque esos otros eran los terrores de mi madre.

Ahora que eventualmente voy a una oficina nueva, detecto nuevos olores: de ambiente, de perfumes, de shampoos, de atuendos, de la piel de las bolsas y los zapatos. Y como cuando era esa niña pálida, flaquita, con constante cara de asustada, vuelve el nudo en el estómago y vuelvo a preguntarme: ¿cuál es mi lugar?


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