La primera vez que pasé un cumpleaños de Mariana sin ella, fue cuando cumplió 19 años. La había enviado al extranjero, y era un paso hacia la mayoría de edad para las dos: no pasaríamos su cumpleaños juntas, no pasaríamos navidad juntas; en resumen, no pasaríamos el día a día juntas.
Y lo sabía: era abrir una puerta en la que no habría marcha atrás. Y ese año muy lejos de casa, con océano de por medio, sería un ensayo hacia una nueva forma de ser madre e hija.
Ahora Mariana tiene un departamento en el jardín de casa, va y viene, cursa la universidad y estudia la carrera para la cual tiene una vocación invencible; administra su presupuesto; hace su vida, sus proyectos, su agenda y sus viajes.
Así que ayer ella decidió, como desde entonces, sobre su cumpleaños: salir de la ciudad, a la naturaleza.
Colgué globos rojos en la escalera de caracol que va a su depa, le dejé hotcakes veganos recién hechos a la puerta, con una tarjeta, y esperé a que bajara, lista para marchar, para darle un abrazo que se contiene siempre por no desbordarse en te quieros, me llenas de orgullo, me encanta la chica en la que te has convertido, diviértete, vive; eso: abraza la vida y vive.
Lo logré. Me contuve para no abrumarla con este amor que se me desborda por ella. Pude abrazarla suave y brevemente, y decirle con voz serena: Feliz cumpleaños, Mariana.
Y la vi salir de casa, con su perro y la slackline. A empezar a disfrutar sus 22 años.
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