Una noche me llegó un mensaje de mi hija Mariana: “Te envié el primer corte de mi tesis, por si quieres verlo y comentamos”.
Apagué las luces de donde está mi escritorio, y frente a mí, a pantalla completa, tuve su mundo interno en un collage animado: complejo, herido, contundente, lleno de sutilezas y voz potente, oscuro, lúcido.
Sus imágenes y palabras tenían mojoneras claras en las que podía reconocer su trayecto de vida, su voz. Pero también me hizo transitar por parajes inéditos, irreconocibles, sorprendentes, en los que de alguna forma me encontré.
Vi a una artista y su alma. Vi su arte con una reflexión profunda sobre los lenguajes de los que abreva y con los que transmite.
El privilegio de ver una obra en esa pureza se sumó a otro: el que esa artista es mi hija. Mi hija. Y otro más: que mi hija, ese ser humano y esa artista a la que he visto crecer, me invitara a comentar.
Desde que vi sus ojos abiertos al nacer, Mariana ha sido esa invitación, a veces suave y a veces exigente, a hablar, a dialogar, a no permanecer estática ante la vida y lo que me da. Su mirada me ha orillado a expresarme, a salir de mí, a mirar lo que tengo enfrente y detrás y lo que está más allá.
A salir de ese silencio que es mi lugar más confortable, natural, seguro.
Su mirada intensa, aguda, siempre abierta y bellísima ha sido el puente constante. El que a veces he tenido miedo a cruzar, el que a veces he evadido, al que en ocasiones no he sabido acercarme. Pero ella nunca lo ha minado. Camina a través de él para acercarse, para tomarme de los hombros y acercarme, a veces niña, a veces ancestral, a gritos o suave.
Por tiempos, el puente ha sido un espacio intransitable, lleno de escombros con todo lo destruido; otras veces ha sido una terraza despejada y luminosa.
Hoy cumple 27 años. Ha abrazado el arte como forma de vida y como único sostén. Así de valiente es. A 27 años de haberla dado a luz, ese puente que tendió con su mirada profunda y brillante, es un espacio ajardinado, con sus abrojos y espinas en esos rincones intocados, silvestres, pero es sobre todo un lugar florido, perfumado, vivaz, claro y constante.
Gracias, Mariana, por estos 27 años y por tu mirada. Te amo con toda mi alma.
Alicia, la novia de mi hermano Martín , me invitó a montar. A pelo. Sin silla de montar. Yo era niña. Tenía quizá 10 años. Anduvimos por el monte, lleno de brizna seca, con el sol muy bajo y naranja. En el silencio montaraz, ella me cantaba "La flor de capomo", ¿la conoces?, me preguntó. Le dije que no, entonces me la cantó en mayo. Este es uno de los momentos más memorables en mi niñez. Tiempo después, en una fiesta en el campo donde había música en vivo, mi padre quiso complacerme con una canción. "La flor de capomo", pedí, y mi padre sonrió extrañado y orgulloso a la vez. Desde entonces, para él esa es mi canción. Sí, esa es mi canción. Nunca he visto una flor de capomo. Queda poca gente que la ha visto. La flor de capomo crece en los ríos. Y ahora el río yaqui y mayo ya están secos, por lo que la flor de capomo es ya casi mítica. La raíz es muy extensa y con muchos tentáculos. Es como un estropajo estirable que se clava muy superficialmente en la tierra. El t...


Comentarios