Desde hace tres semanas, acudo a una enorme piscina para acompañar a mi hija en sus clases de natación.
En los primeros días observé la personalidad y los recursos con que los niños se enfrentan al aprendizaje y mañana a la vida.
Hay un niño que entra corriendo a la escuela, se lanza corriendo a la alberca, y sale igualmente corriendo a los brazos de su madre. Siempre tiene una sonrisa ansiosa en sus ojos. Me pregunto si su cerebro tan nuevo piensa a esa velocidad, o si su cuerpo va siempre por delante de su cerebro. Reacciona por reflejo ante el peligro de perder el equilibrio, o de hundirse, o de esquivar a otros niños en los clavados. Pero es el único niño que casi se ahoga, en esos segundos larguísimos en que su movimiento no fue esperado ni correspondido por el movimiento de la maestra. Ni por el de la madre, que ha salido corriendo a toda velocidad, en señal de un ADN similar al hijo, para rescatarlo.
Otro niño llega lentamente, detrás de la madre que parece, desde su entrada, preocupada y arrepentida. El niño pasa sus manos temblorosas de la garganta al estómago, luego a los ojos, ahora a las orejas. Parece caminar sobre sus talones frenados. Algunas veces ha tenido que detenerse en el baño para vomitar. Es pequeño, delgado, los dedos de sus manos siempre se ven crispados. El miedo le impide tirarse al agua, flotar, coordinar el movimiento de sus piernas y brazos con el peso abandonado del cuerpo dentro del agua; eso que llamamos nadar. Siempre busca la mirada de la madre, para reconocer en ella el mismo pánico. El padre ha ido un par de días. Más enojado que aterrado. Más avergonzado que complaciente. Y le ha dicho: todos los niños pueden hacerlo; pronto tú también podrás. Un día ese pequeño niño cobarde pudo coordinar todo lo que se requiere para, milagrosa o mecánicamente, nadar. Ese pequeño timorato vio a su padre a los ojos, y encontró en él una sonrisa altiva, de orgullo, risueña. El niño espejeó la expresión del padre, pero con ojos nuevos y labios apretados. Dio la espalda al padre, y nadó dirección opuesta. Llegó al otro extremo, y desde lejos devolvió al padre una réplica suya: un hombre muy hombre. Sus manos dejaron el estómago, la garganta, los ojos y las orejas, y ahora aprieta la nariz, con un viril gesto de esfuerzo; sacude la cabeza escurrida de agua; aligera los talones y se permite correr hasta tirarse en la alberca con ese cuerpo frágil pero capaz.
Una niña llega, se coloca en la fila, charla brevemente con las niñas de al lado. Se para frente al agua como si fuera una bailarina a punto del show. Ve a su público. Extiende con gracia y disciplina sus brazos y se clava en esa agua fresca y sorda. Cuando el maestro presiona de más, llora; cuando felicita a otras niñas, se acerca, le sonríe y lo besa; cuando una abeja acecha, cuelga sus brazos de la nuca del maestro, y baja sus cejas en un gesto de desamparo. El maestro siempre cede, conmovido y puede seguir dando la clase con la niña en los brazos. Se ve tan bien la estampa que nadie repara.
Otra niña duda siempre en el friso de la alberca. Ve al maestro, y pregunta algo. Cualquier cosa. El lenguaje es útil no sólo para descifrar, sino para ocultar y para posponer. Hay que ser creativos para lograrlo. Ella con frecuencia se evidencia. Pero no hay manera de deshacer sus redes. Hace las cosas a medias. Sólo alcanza dos braceos, y se detiene de pie dentro del agua. Busca con la mirada al maestro para asegurarse de pasar inadvertida. Cuando hay contacto visual con el maestro, hace como que toma aire. Si el maestro desvía su mirada nuevamente, sigue de pie, y da tantos pasos como su invisibilidad momentánea se lo permite; si el maestro la ve, hace de nuevo el gesto de tomar aire, y se inclina como si fuera a entrar al agua. Todo eso se convierte en un juego coreográfico, un juego de simulación, que exige una explicación al maestro. Pero no se preocupen. Ella siempre tiene algo qué decir. Habla, gesticula, sonríe, se muestra preocupada, lanza ademanes a diestra y siniestra, y parece una agorera de riesgos y tragedias. El maestro mueve sonriente la cabeza de un lado a otro. El milagro de la coordinación entre brazos y piernas con un cuerpo abandonado en el agua, no puede hacer mucho frente al milagro mayor del lenguaje.
En los primeros días observé la personalidad y los recursos con que los niños se enfrentan al aprendizaje y mañana a la vida.
Hay un niño que entra corriendo a la escuela, se lanza corriendo a la alberca, y sale igualmente corriendo a los brazos de su madre. Siempre tiene una sonrisa ansiosa en sus ojos. Me pregunto si su cerebro tan nuevo piensa a esa velocidad, o si su cuerpo va siempre por delante de su cerebro. Reacciona por reflejo ante el peligro de perder el equilibrio, o de hundirse, o de esquivar a otros niños en los clavados. Pero es el único niño que casi se ahoga, en esos segundos larguísimos en que su movimiento no fue esperado ni correspondido por el movimiento de la maestra. Ni por el de la madre, que ha salido corriendo a toda velocidad, en señal de un ADN similar al hijo, para rescatarlo.
Otro niño llega lentamente, detrás de la madre que parece, desde su entrada, preocupada y arrepentida. El niño pasa sus manos temblorosas de la garganta al estómago, luego a los ojos, ahora a las orejas. Parece caminar sobre sus talones frenados. Algunas veces ha tenido que detenerse en el baño para vomitar. Es pequeño, delgado, los dedos de sus manos siempre se ven crispados. El miedo le impide tirarse al agua, flotar, coordinar el movimiento de sus piernas y brazos con el peso abandonado del cuerpo dentro del agua; eso que llamamos nadar. Siempre busca la mirada de la madre, para reconocer en ella el mismo pánico. El padre ha ido un par de días. Más enojado que aterrado. Más avergonzado que complaciente. Y le ha dicho: todos los niños pueden hacerlo; pronto tú también podrás. Un día ese pequeño niño cobarde pudo coordinar todo lo que se requiere para, milagrosa o mecánicamente, nadar. Ese pequeño timorato vio a su padre a los ojos, y encontró en él una sonrisa altiva, de orgullo, risueña. El niño espejeó la expresión del padre, pero con ojos nuevos y labios apretados. Dio la espalda al padre, y nadó dirección opuesta. Llegó al otro extremo, y desde lejos devolvió al padre una réplica suya: un hombre muy hombre. Sus manos dejaron el estómago, la garganta, los ojos y las orejas, y ahora aprieta la nariz, con un viril gesto de esfuerzo; sacude la cabeza escurrida de agua; aligera los talones y se permite correr hasta tirarse en la alberca con ese cuerpo frágil pero capaz.
Una niña llega, se coloca en la fila, charla brevemente con las niñas de al lado. Se para frente al agua como si fuera una bailarina a punto del show. Ve a su público. Extiende con gracia y disciplina sus brazos y se clava en esa agua fresca y sorda. Cuando el maestro presiona de más, llora; cuando felicita a otras niñas, se acerca, le sonríe y lo besa; cuando una abeja acecha, cuelga sus brazos de la nuca del maestro, y baja sus cejas en un gesto de desamparo. El maestro siempre cede, conmovido y puede seguir dando la clase con la niña en los brazos. Se ve tan bien la estampa que nadie repara.
Otra niña duda siempre en el friso de la alberca. Ve al maestro, y pregunta algo. Cualquier cosa. El lenguaje es útil no sólo para descifrar, sino para ocultar y para posponer. Hay que ser creativos para lograrlo. Ella con frecuencia se evidencia. Pero no hay manera de deshacer sus redes. Hace las cosas a medias. Sólo alcanza dos braceos, y se detiene de pie dentro del agua. Busca con la mirada al maestro para asegurarse de pasar inadvertida. Cuando hay contacto visual con el maestro, hace como que toma aire. Si el maestro desvía su mirada nuevamente, sigue de pie, y da tantos pasos como su invisibilidad momentánea se lo permite; si el maestro la ve, hace de nuevo el gesto de tomar aire, y se inclina como si fuera a entrar al agua. Todo eso se convierte en un juego coreográfico, un juego de simulación, que exige una explicación al maestro. Pero no se preocupen. Ella siempre tiene algo qué decir. Habla, gesticula, sonríe, se muestra preocupada, lanza ademanes a diestra y siniestra, y parece una agorera de riesgos y tragedias. El maestro mueve sonriente la cabeza de un lado a otro. El milagro de la coordinación entre brazos y piernas con un cuerpo abandonado en el agua, no puede hacer mucho frente al milagro mayor del lenguaje.
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