Escucho la conversación que forma parte del bullicio del parque, alrededor de una carreta de hot dogs; poco a poco se aisla y se vuelve más clara, junto con sus personajes: el hotdoguero y su compadre que ha llegado a visitarlo en bicicleta.
-¿No me ferea este billete de 200, compadre?
-No. Es que, ¿sabe? No me gustan los billetes de 200.
-¿Cómo que no le gustan?, ¿qué quiere decir?
-Pues que no me gustan, compadre. En cuanto llega un billete de 200 a mis manos, luego-luego voy a comprar algo para feriarlo. No sé, los tengo como aborrecidos.
Aborrecer no el dinero, sino un billete de concretamente 200 pesos. Me encantaría dejar el hot dog ahí en la barra. Tomar al compadre visitante de la mano y sentarlo en una banquita del parque. ¿Se puede aborrecer una nominación específica de billete? ¿Por qué los aborrece? ¿Qué siente: náusea, coraje, aburrimiento? ¿O le trae malos recuerdos?
Tomo el hot dog y me siento sola en la banquita. Alrededor, el señor que aborrece los de 200 se multiplica y cada uno me da su versión, mientras trato concentradamente de que el gigantesco hot dog “con todo” entre a mi boca.
Uno de ellos me cuenta que una vez, en un baile allá en la invasión, una mujer se acercó a él, y le guiñó el ojo invitándolo atrasito de la casa. Ahí estuvieron juntos, y él pensaba en que todavía era galán, todavía una mujer podía desearlo, todavía podía rehacer la vida después de que su mujer lo había abandonado por otro; en fin, que todavía podía. Pero sus ensoñaciones se vieron ennegrecidas cuando la mujer sacó de su pecho una carcajada burlona y un billete de 200 pesos, para pagar los besos y las caricias. Sí, 200 pesos. No es que quisiera más, no es que mereciera más. Pero una mujer no puede pagar por amores. Un hombre sí. Una mujer no. Los 200 pesos son la cifra de la humillación.
Otro me confiesa que no soporta a esa Sor Juana que escribió eso de “hombres necios que juzgáis a la mujer sin razón, y blablablabla...” porque su hija libertina, que sí había estudiado, recitaba esa redondilla cada vez que le preguntaba: ¿A dónde vas? ¿Con quién vas? ¿A qué horas regresas? ¿Por qué vas tan bichi? ¿Cuándo....? Los 200 pesos: la cifra de la inmoralidad.
Otro dice que simplemente ese color verde flema (“Escuche bien: ni verde bosque, ni verde estepa, ni verde dólar, sino verde flema”) le da asco, le da no se qué, ¡la aborrece pues! La cifra de lo escatológico.
Entre cada testimonio, mi hot dog “con todo” ha desaparecido en mi boca. Me levanto y busco en mi monedero. Y con vergüenza veo que sólo traigo un billete de 200. Lo escondo debajo de mi palma, como si fuera un presdigitador, y se lo doy al dueño de la carreta, abriendo los ojos como quien augura una tragedia. El hotdoguero sólo piensa en su clientela. Toma el billete y se lo extiende desvergonzadamente al compadre. “¿Tiene cambio de...?”, “¡Que no, que no! ¡Que ya le dije que los aborrezco!”.
-¿No me ferea este billete de 200, compadre?
-No. Es que, ¿sabe? No me gustan los billetes de 200.
-¿Cómo que no le gustan?, ¿qué quiere decir?
-Pues que no me gustan, compadre. En cuanto llega un billete de 200 a mis manos, luego-luego voy a comprar algo para feriarlo. No sé, los tengo como aborrecidos.
Aborrecer no el dinero, sino un billete de concretamente 200 pesos. Me encantaría dejar el hot dog ahí en la barra. Tomar al compadre visitante de la mano y sentarlo en una banquita del parque. ¿Se puede aborrecer una nominación específica de billete? ¿Por qué los aborrece? ¿Qué siente: náusea, coraje, aburrimiento? ¿O le trae malos recuerdos?
Tomo el hot dog y me siento sola en la banquita. Alrededor, el señor que aborrece los de 200 se multiplica y cada uno me da su versión, mientras trato concentradamente de que el gigantesco hot dog “con todo” entre a mi boca.
Uno de ellos me cuenta que una vez, en un baile allá en la invasión, una mujer se acercó a él, y le guiñó el ojo invitándolo atrasito de la casa. Ahí estuvieron juntos, y él pensaba en que todavía era galán, todavía una mujer podía desearlo, todavía podía rehacer la vida después de que su mujer lo había abandonado por otro; en fin, que todavía podía. Pero sus ensoñaciones se vieron ennegrecidas cuando la mujer sacó de su pecho una carcajada burlona y un billete de 200 pesos, para pagar los besos y las caricias. Sí, 200 pesos. No es que quisiera más, no es que mereciera más. Pero una mujer no puede pagar por amores. Un hombre sí. Una mujer no. Los 200 pesos son la cifra de la humillación.
Otro me confiesa que no soporta a esa Sor Juana que escribió eso de “hombres necios que juzgáis a la mujer sin razón, y blablablabla...” porque su hija libertina, que sí había estudiado, recitaba esa redondilla cada vez que le preguntaba: ¿A dónde vas? ¿Con quién vas? ¿A qué horas regresas? ¿Por qué vas tan bichi? ¿Cuándo....? Los 200 pesos: la cifra de la inmoralidad.
Otro dice que simplemente ese color verde flema (“Escuche bien: ni verde bosque, ni verde estepa, ni verde dólar, sino verde flema”) le da asco, le da no se qué, ¡la aborrece pues! La cifra de lo escatológico.
Entre cada testimonio, mi hot dog “con todo” ha desaparecido en mi boca. Me levanto y busco en mi monedero. Y con vergüenza veo que sólo traigo un billete de 200. Lo escondo debajo de mi palma, como si fuera un presdigitador, y se lo doy al dueño de la carreta, abriendo los ojos como quien augura una tragedia. El hotdoguero sólo piensa en su clientela. Toma el billete y se lo extiende desvergonzadamente al compadre. “¿Tiene cambio de...?”, “¡Que no, que no! ¡Que ya le dije que los aborrezco!”.
Comentarios
Ya no veré esos billetes igual que antes.
talento hay, muchas gracias por transportarme a esa banquita de parque, por invitarme una mordida de tu mega hocho y por hacerme participe de los infortunios de este pobre hombre atormentado por Sor Juana.
bien por tu blog!! creo que sera de mis sitios favoritos.