Cada tres meses llega a mi oficina, con recibo en mano para cobrar mi suscripción a un periódico español.
Tiene una apariencia difícil de olvidar. A pesar de sus sesenta y algo años, aún se conserva apuesto. Tiene el cabello blanco peinado cuidadosamente hacia atrás, siempre está vestido de verde pistache (camisa y pantalón), sus ojos son verdes y el recibo también. La mirada es aguda, y su ceño posee una afectación que me incomoda. Parece un maestro severo de los años cincuentas.
Trato de pagar rápido, no hablar mucho con él. Pero de un tiempo a la fecha, se sienta (sin ser invitado) frente a mi escritorio; se recarga en la silla, coloca el pequeño maletín en su regazo, y empieza con parsimonia una conversación que parece continuar de otro día.
Ayer llegó como un agorero del mal; a las 10:00 am estaba yo haciendo un recorrido por los caminos más pesimistas de su mano, como un Fausto decadente llevándome a su infierno.
Empezó hablándome de su repartidor (a éste lo veo todos los lunes, siempre sonriente, apurado, se detiene apenas para dar los buenos días). Me dice que es un hombre bueno, como los que ya no hay, un trabajador leal, que sobrevive de repartir periódicos y vigilar la imprenta de un periódico local. Me dice que se ha superado tanto que tiene una casa muy bonita, pequeña pero muy bonita; de modo que los vecinos sospechan que en lugar de tirar periódicos, tira drogas. Me dice que la gente es mala y juzga sin tener información. Que a él también lo critican porque de eso vive, de distribuir periódicos foráneos, y que su casa es muy bonita y le ha dado estudios a sus cuatro hijos. Me dice que la gente no se supera porque la condición humana es mala.
Estoy estupefacta y sólo alcanzo a decir estúpidamente: Ojalá eso cambie. Echa su cuerpo hacia delante y me dice con sus ojos severos: No cambiará, irá a peor, y ¿sabe por qué? Porque es bíblico, las Escrituras cierran con el Apocalipsis.
De repente, ese ceño, esa imagen siempre pulcra, su charla anodina pero que me parecía encaminarse a algo, sale a flote y todo me parece explicable. Después de escuchar algunas citas (casi todas del Antiguo Testamento), me doy cuenta de que quería predicarme desde hace tiempo. Me dijo que cuidara a mi hija, porque las drogas, porque el sexo, porque la perdición... porque... ah, y las Escrituras.
Yo deseaba atajar mi fugaz viaje a ese infierno tan mediocre que me presentaba el hombre de verde: Oiga, qué pena me da quitarle tiempo, y no tengo efectivo hoy, ¿me espera mientras me cruzo al banco, o...? Mueve su mano con indulgente negativa: No se preocupe, vengo otro día, y seguimos esta conversación. Acepto con gratitud (gratitud por lo pronto).
¿Es el cristiano un pesimista por naturaleza?, me pregunto. Resuenan en mi mente las palabras del escritor alemán Ernst Jünger, que decía que los únicos que pueden conservar la esperanza son los cristianos.
¿Por qué a veces el cristiano parece tan pesimista, si son los únicos que pueden ser optimistas?
Si se ve el Apocalipsis como un embudo histórico entre el paraíso perdido y la consecuente muerte por el pecado, pues es de un pesimismo irreductible, una condena a la que nos sometieron “Adán y Eva” y de la cual no podremos escapar nunca más. Me pregunto entonces qué papel jugó Jesús en todo. ¿Ser sólo una imagen folclórica? ¿Un accesorio iconográfico para recordarnos lo mala que fue la humanidad al asesinarlo? ¿O ser otro agorero de ese mal inevitable?
Hay otra forma, claro está, de ver el devenir histórico. Teillhard de Chardin veía el Apocalipsis como la evolución de la humanidad hacia un Hombre Nuevo. Y era una evolución histórica, no metahistórica. El papel de Jesús sería entonces mostrar el camino para ser esa humanidad nueva.
Mi secretaria interrumpe mis cavilaciones, se pone enfrente de mí, riéndose con picardía, con ganas de ironizar sobre el hombre de verde que recién se ha ido. Le lanzo la pregunta: ¿No te pareció que es cristiano protestante? Y me dice: ¿Qué católico sería capaz de citar con exactitud algo de la Biblia? ¿Y qué católico sería tan amable como para permitir que le pagues después?
Me clarifica su sentido común, pero mi sentido poco común me lleva a otra pregunta: ¿Puede el pesimista llegar a ser una mejor persona que el optimista? Pero me detengo, de seguro la respuesta de mi secretaria me haría sentir doblemente idiota y ociosa.
Tiene una apariencia difícil de olvidar. A pesar de sus sesenta y algo años, aún se conserva apuesto. Tiene el cabello blanco peinado cuidadosamente hacia atrás, siempre está vestido de verde pistache (camisa y pantalón), sus ojos son verdes y el recibo también. La mirada es aguda, y su ceño posee una afectación que me incomoda. Parece un maestro severo de los años cincuentas.
Trato de pagar rápido, no hablar mucho con él. Pero de un tiempo a la fecha, se sienta (sin ser invitado) frente a mi escritorio; se recarga en la silla, coloca el pequeño maletín en su regazo, y empieza con parsimonia una conversación que parece continuar de otro día.
Ayer llegó como un agorero del mal; a las 10:00 am estaba yo haciendo un recorrido por los caminos más pesimistas de su mano, como un Fausto decadente llevándome a su infierno.
Empezó hablándome de su repartidor (a éste lo veo todos los lunes, siempre sonriente, apurado, se detiene apenas para dar los buenos días). Me dice que es un hombre bueno, como los que ya no hay, un trabajador leal, que sobrevive de repartir periódicos y vigilar la imprenta de un periódico local. Me dice que se ha superado tanto que tiene una casa muy bonita, pequeña pero muy bonita; de modo que los vecinos sospechan que en lugar de tirar periódicos, tira drogas. Me dice que la gente es mala y juzga sin tener información. Que a él también lo critican porque de eso vive, de distribuir periódicos foráneos, y que su casa es muy bonita y le ha dado estudios a sus cuatro hijos. Me dice que la gente no se supera porque la condición humana es mala.
Estoy estupefacta y sólo alcanzo a decir estúpidamente: Ojalá eso cambie. Echa su cuerpo hacia delante y me dice con sus ojos severos: No cambiará, irá a peor, y ¿sabe por qué? Porque es bíblico, las Escrituras cierran con el Apocalipsis.
De repente, ese ceño, esa imagen siempre pulcra, su charla anodina pero que me parecía encaminarse a algo, sale a flote y todo me parece explicable. Después de escuchar algunas citas (casi todas del Antiguo Testamento), me doy cuenta de que quería predicarme desde hace tiempo. Me dijo que cuidara a mi hija, porque las drogas, porque el sexo, porque la perdición... porque... ah, y las Escrituras.
Yo deseaba atajar mi fugaz viaje a ese infierno tan mediocre que me presentaba el hombre de verde: Oiga, qué pena me da quitarle tiempo, y no tengo efectivo hoy, ¿me espera mientras me cruzo al banco, o...? Mueve su mano con indulgente negativa: No se preocupe, vengo otro día, y seguimos esta conversación. Acepto con gratitud (gratitud por lo pronto).
¿Es el cristiano un pesimista por naturaleza?, me pregunto. Resuenan en mi mente las palabras del escritor alemán Ernst Jünger, que decía que los únicos que pueden conservar la esperanza son los cristianos.
¿Por qué a veces el cristiano parece tan pesimista, si son los únicos que pueden ser optimistas?
Si se ve el Apocalipsis como un embudo histórico entre el paraíso perdido y la consecuente muerte por el pecado, pues es de un pesimismo irreductible, una condena a la que nos sometieron “Adán y Eva” y de la cual no podremos escapar nunca más. Me pregunto entonces qué papel jugó Jesús en todo. ¿Ser sólo una imagen folclórica? ¿Un accesorio iconográfico para recordarnos lo mala que fue la humanidad al asesinarlo? ¿O ser otro agorero de ese mal inevitable?
Hay otra forma, claro está, de ver el devenir histórico. Teillhard de Chardin veía el Apocalipsis como la evolución de la humanidad hacia un Hombre Nuevo. Y era una evolución histórica, no metahistórica. El papel de Jesús sería entonces mostrar el camino para ser esa humanidad nueva.
Mi secretaria interrumpe mis cavilaciones, se pone enfrente de mí, riéndose con picardía, con ganas de ironizar sobre el hombre de verde que recién se ha ido. Le lanzo la pregunta: ¿No te pareció que es cristiano protestante? Y me dice: ¿Qué católico sería capaz de citar con exactitud algo de la Biblia? ¿Y qué católico sería tan amable como para permitir que le pagues después?
Me clarifica su sentido común, pero mi sentido poco común me lleva a otra pregunta: ¿Puede el pesimista llegar a ser una mejor persona que el optimista? Pero me detengo, de seguro la respuesta de mi secretaria me haría sentir doblemente idiota y ociosa.
Comentarios
Un libro de relatos escrito por la Marian sería suave.