Leo el titular del día: Cae avioneta cerca de Guaymas. Inmediatamente pienso en mi padre y en mi hermano, quienes vuelan. Pero en el mismo momento caigo en cuenta que mi padre está retirado, y mi hermano ya no vuela en el Valle de Guaymas.
Es mi hermano Martín que ha salido de mis recuerdos, y que a su modo me guiña desde donde está, como siempre lo hacía: sacando la lengua y diciéndome brujita.
Hoy hace 20 años que las palabras de ese titular se volvieron un caos en mi vida (un caos que aún intento ordenar): accidente, hermano, muerte, nunca, dolor, sangre, ausencia, luto.
No sólo vi la muerte ante mis ojos. Vi la forma en que cada uno de mis hermanos y padres enfrentaron la muerte. Decidí un papel de testigo, relatora. Y decidí que viviría rápido, porque la muerte nunca saca cita.
A 20 años, las cosas son tan diferentes, y a la vez tan iguales. Persiste ese vértigo que se siente ante el precipicio de la muerte, saber que nunca más recuperarás a alguien, que la vida abandona el cuerpo en un instante, y a partir de ahí será el silencio y la ausencia. Pero mamá murió, papá ha vuelto al campo; sus hermanos menores hemos continuado con nuestras vidas, nos casamos, descasamos, tuvimos hijos, y ahora entendemos el sufrimiento mortal de nuestros padres.
No pienso en lo que hubiera sido de la vida de Martín si hubiera vivido más allá de sus 21 años. No pienso en lo que hubiera podido hablar con él por la noche si hubiera vuelto a casa, como siempre, lleno de polvo y oliendo a su avión (un olor ácido a tóxicos y gasolina).
Pienso en esa última noche, que recuperó una alegría inusual en su carácter taciturno. Recuerdo sus últimas bromas pesadas. Vuelvo a verlo sentado en el comedor devorando un pollo y halagando la sazón de mamá.
Y me gusta pensar que ahora de alguna manera continua su vida. A lo mejor entre los trigales que fumigaba hace 20 años, y que lo atrajeron hacia las espigas y hacia el origen de la vida. Que está entre el zumbido fantasmal de esos vientos locos de febrero y marzo. Que está en nuestras cocinas, esperando la cena o que le regalemos un vaso de agua fría. Que anda agazapado en la habitación de mi hija, jugando al fútbol con los peluches y sacándole la lengua mientras le dice: Brujita.
Es mi hermano Martín que ha salido de mis recuerdos, y que a su modo me guiña desde donde está, como siempre lo hacía: sacando la lengua y diciéndome brujita.
Hoy hace 20 años que las palabras de ese titular se volvieron un caos en mi vida (un caos que aún intento ordenar): accidente, hermano, muerte, nunca, dolor, sangre, ausencia, luto.
No sólo vi la muerte ante mis ojos. Vi la forma en que cada uno de mis hermanos y padres enfrentaron la muerte. Decidí un papel de testigo, relatora. Y decidí que viviría rápido, porque la muerte nunca saca cita.
A 20 años, las cosas son tan diferentes, y a la vez tan iguales. Persiste ese vértigo que se siente ante el precipicio de la muerte, saber que nunca más recuperarás a alguien, que la vida abandona el cuerpo en un instante, y a partir de ahí será el silencio y la ausencia. Pero mamá murió, papá ha vuelto al campo; sus hermanos menores hemos continuado con nuestras vidas, nos casamos, descasamos, tuvimos hijos, y ahora entendemos el sufrimiento mortal de nuestros padres.
No pienso en lo que hubiera sido de la vida de Martín si hubiera vivido más allá de sus 21 años. No pienso en lo que hubiera podido hablar con él por la noche si hubiera vuelto a casa, como siempre, lleno de polvo y oliendo a su avión (un olor ácido a tóxicos y gasolina).
Pienso en esa última noche, que recuperó una alegría inusual en su carácter taciturno. Recuerdo sus últimas bromas pesadas. Vuelvo a verlo sentado en el comedor devorando un pollo y halagando la sazón de mamá.
Y me gusta pensar que ahora de alguna manera continua su vida. A lo mejor entre los trigales que fumigaba hace 20 años, y que lo atrajeron hacia las espigas y hacia el origen de la vida. Que está entre el zumbido fantasmal de esos vientos locos de febrero y marzo. Que está en nuestras cocinas, esperando la cena o que le regalemos un vaso de agua fría. Que anda agazapado en la habitación de mi hija, jugando al fútbol con los peluches y sacándole la lengua mientras le dice: Brujita.
Comentarios
Tu hermano vivira contigo siempre, simplemente porque tu se lo permites.
Qué bárbaro!!
2. Sospecho de la gente que escribe de manera anónima, y más todavía cuando señalan con un dedo acusador. Por algo en la inquisición los verdugos usaban capuchones. Hay que dar la cara.
3. Mi hermano tampoco merecía morir. Nadie. Merecemos una vida mejor, donde para vivir nadie (ni los pulgones) tenga que morir. Ojalá eso lo entendieras un día.