Mi abuelo ha muerto. Hace dos semanas sentí un apremio por viajar al Valle del Yaqui para verlo. Para que mi hija lo viera. Lo encontré pequeño, frágil, huesudo, dormido junto a mi abuela, que ya parece un árbol de raíces torcidas por las arrugas y el artritis.
En ese momento descubrí la razón de mi prisa intuitiva. La visión de mi abuelo ahí, lánguido, sin defensas, era el vaticinio del fin de una vida ejemplar: pionero del ejido desde la época de Tata Lázaro, un hombre fuerte, duro, incansable, lo que tenía de callado lo tenía de trabajador; lo que tenía de obtuso lo tenía de recto; lo que tenía de estricto lo tenía de risueño, bailador, tomador, coqueto. Nunca dejó de ser guapo, ni con sus 89 años, ni con el cáncer, ni con su cuerpo abandonado en el ataúd.
Los funerales se convierten en un juego traicionero de espejos. El montón de tierra amontonada junto al féretro suspendido sobre el hueco, los remolinos terregosos y de aire caliente, me recuerdan a todos los sepelios a los que la vida nos ha arrastrado: mi hermano, mi tío, mi madre, ahora el abuelo. Mañana ¿quién?
Veía a mi padre al pie del sepulcro. Silencioso, como aprendió del abuelo. Con su rostro apacible, desmentido por los enormes ojos negros, llorosos, lánguidos, perdidos no sé en qué recuerdos y pensamientos y advertencias. Tan parecido al abuelo, que me aterrorizaba verlo, pensar, imaginar, temer.
Veía a mi abuela, delgada, fuerte, digna, sentada en la cabecera de la tumba despidiéndose como si fuera una noche más “Adiós, Neto; hasta pronto mi Netito”, presumiendo “Cumplimos 65 años de casados el martes; y nunca me dejó”, cayendo en cuenta “Ninguna naranja sabe a lo que saben las naranjas que sembrabas”; preocupada de las hijas que se rompían y lloraban, solícita con los nietos que lloraban y se desmayaban, lúcida con el nombre de cada nieto, bisnieto, tataranieto.
En el camino hacia el velatorio en el Campo 5, el ejido del abuelo, y en el camino hacia el cementerio, el trigo era levantado por los enormes insectos verdes de la John Deere. Y pienso en cuántas cosechas levantó mi Tata Neto; cuántos sueños tejió y destejió desde Cárdenas a Echeverría, desde López Portillo a Salinas. Cuántos hijos, nietos… cuántas naranjas nos bajó de sus árboles cada vez que lo visitábamos, cuántos tipos de naranjas cultivó en su huerto.
Pienso qué le pasa a un pueblo cuando muere uno de sus pioneros. Qué le pasa a una familia cuando muere el patriarca. Qué le pasa a uno mismo cuando muere el testimonio vivo de nuestros genes callados, duros, individualistas, tercos. Qué pasa cuando muere el abuelo, cuando nuestro padre queda huérfano.
En ese momento descubrí la razón de mi prisa intuitiva. La visión de mi abuelo ahí, lánguido, sin defensas, era el vaticinio del fin de una vida ejemplar: pionero del ejido desde la época de Tata Lázaro, un hombre fuerte, duro, incansable, lo que tenía de callado lo tenía de trabajador; lo que tenía de obtuso lo tenía de recto; lo que tenía de estricto lo tenía de risueño, bailador, tomador, coqueto. Nunca dejó de ser guapo, ni con sus 89 años, ni con el cáncer, ni con su cuerpo abandonado en el ataúd.
Los funerales se convierten en un juego traicionero de espejos. El montón de tierra amontonada junto al féretro suspendido sobre el hueco, los remolinos terregosos y de aire caliente, me recuerdan a todos los sepelios a los que la vida nos ha arrastrado: mi hermano, mi tío, mi madre, ahora el abuelo. Mañana ¿quién?
Veía a mi padre al pie del sepulcro. Silencioso, como aprendió del abuelo. Con su rostro apacible, desmentido por los enormes ojos negros, llorosos, lánguidos, perdidos no sé en qué recuerdos y pensamientos y advertencias. Tan parecido al abuelo, que me aterrorizaba verlo, pensar, imaginar, temer.
Veía a mi abuela, delgada, fuerte, digna, sentada en la cabecera de la tumba despidiéndose como si fuera una noche más “Adiós, Neto; hasta pronto mi Netito”, presumiendo “Cumplimos 65 años de casados el martes; y nunca me dejó”, cayendo en cuenta “Ninguna naranja sabe a lo que saben las naranjas que sembrabas”; preocupada de las hijas que se rompían y lloraban, solícita con los nietos que lloraban y se desmayaban, lúcida con el nombre de cada nieto, bisnieto, tataranieto.
En el camino hacia el velatorio en el Campo 5, el ejido del abuelo, y en el camino hacia el cementerio, el trigo era levantado por los enormes insectos verdes de la John Deere. Y pienso en cuántas cosechas levantó mi Tata Neto; cuántos sueños tejió y destejió desde Cárdenas a Echeverría, desde López Portillo a Salinas. Cuántos hijos, nietos… cuántas naranjas nos bajó de sus árboles cada vez que lo visitábamos, cuántos tipos de naranjas cultivó en su huerto.
Pienso qué le pasa a un pueblo cuando muere uno de sus pioneros. Qué le pasa a una familia cuando muere el patriarca. Qué le pasa a uno mismo cuando muere el testimonio vivo de nuestros genes callados, duros, individualistas, tercos. Qué pasa cuando muere el abuelo, cuando nuestro padre queda huérfano.
Comentarios
abrazo fraterno
d.
Mi hermano murió hace 21 años, mi madre hace casi 15 años. Y creéme que no nos hemos acostumbrado a que estén ausentes. Sino al otro tipo de compañía que nos dan. Tú sabes cuál.
Gracias, D.
Las pérdidas verdaderas nunca se superan.
Un abrazo...
-Un abrazo fuerte y mucha muy buena vibra.
Te mando un abrzo ENORME.