Acuerdo perfecto del decir y de lo dicho, acuerdo propiamente musical, por otra parte, que apenas quiere durar su tiempo, enseguida eclipsado, siempre en espera de silencio.
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Nos hemos complacido demasiado en “embellecer” esta poesía, que no pide más que respirar en libertad, con el atuendo de todos los días, a lo largo de los caminos sin gloria pero no sin secretos de la vida cotidiana.
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La poesía, incluso si la consideramos el otro nombre de lo indecible, no vide en el templo que se cree: transita los caminos vecinales, frecuente la miserable intimidad de las chozas, vive con la familia. O más bajo todavía: en la hierba anónima, a lo largo del arroyo seco.
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El poema, paradójicamente, sólo se alimenta de aquello que escapa de la pesadez verbal. Parecido a los antiguos globos aerostáticos, o a esas cometas que sólo cobran vida una vez liberadas de sus cadenas terrestres, el haiku obtiene su dinámica del vacío. Tal es la virtud de su “insignificancia”: una suerte de levedad que le permite desplegarse sin traba en todas las direcciones, acoger todos los sentidos posibles. La poesía que lo anima es la del menordecir: siempre orientada hacia ese “grado cero” en que se sitúa su realización: a la vez cumplimiento y olvido.
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Poetizar el haiku, tratar de vestir su voluntaria desnudez, es el más inepto contrasentido que conozco: es querer “enriquecerlo” de modo unívoco, mientras su disfrazada pobreza, abierta a todos los vientos, es portadora de todas las significaciones imaginables e inimaginables.
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¿Por qué, sobre todo, hacer grávido lo que debe permanecer en suspenso? Porque el haiku no es el fundamento ni el resultado de nada.
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