Estoy leyendo a W.G. Sebald. La primera vez que compré un libro de él fue en un viaje corto que hicimos los miembros del taller literario que tuvimos del 2004 al 2006, más o menos. Era un viaje exclusivo para comprar libros.
Él me había hablado de Sebald. Y ahí estaba el lomo, Los anillos de Saturno, con su nombre, solitario en un hermoso librero de madera, en una sala penumbrosa con sillones robustos y mullidos. Le consulté por mensaje de texto; me lo recomendó: era su favorito. Con el tiempo me he hecho de dos libros más.
Ahora leo Los emigrados y estoy fascinada. Austerlitz me espera brillante y paciente a un lado de la cama.
La novela en la que trabajo tiene la dificultad de que el lenguaje pareciera no ser protagonista. Me lo he dicho varias veces: es el timing. Pero sin lenguaje no puedo. Para mí escribir no vale la pena si no hay un trabajo de lenguaje. No me conformo con contar una historia entretenida y hacerlo bien. Tengo que bordar, elaborar, jugar.
¿Pero cómo hacerlo con esta novela?
Así fue que llegué a Sebald. Buscando lenguaje dentro del género aparente de bitácora. Y lo encontré. Oraciones largas, coordinadas, subordinadas, pero con un orden y una precisión y una austeridad, que hacen que fulgure más la observación minuciosa, lúcida, conmovedora.
Es algo muy de los alemanes. Y algo que me fascina de su literatura. Pienso en Jünger, también. Aunque Sebald me ofrece una prosa más sensible, más sensitiva, más entrañable y con mayor capacidad de conmover que la de Jünger, que es tan aséptico, de una observación fría, acuciosa, distante.
Todavía le doy vueltas a mi novela, a mi prosa. No me preocupo mucho. Continúo su eje anecdótico; ya habrá tiempo para reescribir, y entonces sí, jugar.
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