Cada día tiene su sonido, cernido hora por hora. Y antes, que estaba fuera de casa casi todo el día, esos sonidos me sorprendían cuando, por excepción, permanecía en ella.
Las tijeras del jardinero, el agua sobre la vajilla del trajín de doña Ana, el vendedor de tortillas con una campana colgada de la bicicleta a mediodía, o la corneta del panadero al caer la tarde.
Sin embargo, los sonidos eran escasos. En las ciudades desérticas, la gente no suele andar fácilmente por las calles, y el sol parece calcinar hasta los sonidos. Se escuchan los insectos suspendidos, algún perro por ahí, pero cuando el sol está en su parte más alta, el zumbido del silencio prevalece.
Aquí he descubierto el viento crujiendo entre los encinos, el canto de pájaros que nunca había escuchado ni visto. Y la lluvia y la lluvia y la lluvia: la noche entera sobre el techo, la mañana entera en las baldosas, la tarde entera a través de los ventanales.
Pero los jueves es un día especialmente ruidoso. Cerca se instala un tianguis y el bullicio de la gente y sus camiones hacen mella. Y ese enorme camión cisterna pasa con su claxon todavía más enorme cimbrando el barrio, y en los huecos de sonido entre claxon y claxon, el operador grita: ¡el gaaaas! El jueves también pasa el camión recolector de basura orgánica, y da aviso con una campana que tintinea constante y leve. También pasa un vendedor que grita: "el aguaaaaa, el aaaguaaaaa". Muy entrada la noche pasa el vendedor de pan, el de los plátanos fritos.
Este día la lluvia lo ha apaciguado todo. Y entonces le sumo otro sonido a su constante caída sobre la piedra: Lisa Hannigan. Y eso también hace de este jueves un día apaciguado.
Comentarios