Siempre envidié a esos escritores que decían escribir a las diez de la mañana. De las diez a la una, por ejemplo. Eran las horas doradas en mi oficina: llamadas, visitas, juntas, tareas urgentes con tiempo límite, consultas. Yo podía aspirar a escribir cuando mi hija Mariana se durmiera. O, desde que ella entraba al colegio a las siete de la mañana, a trabajar en esa hora y media en que la oficina estaba vacía, la brisa entraba por la ventana y el colibrí ya pizpireteaba en la lima.
En mi nuevo horario no puedo aspirar a trabajar de diez a una, pero sí de once a doce y media, quizá una... si la siesta de Cecilia se alarga.
Me emociona esta posibilidad, mientras exista. Este fin de semana arreglaré el estudio para esta nueva disposición, que es lo que le sigue a la aspiración. Y entonces sí, a transpirar en la escritura.
En mi nuevo horario no puedo aspirar a trabajar de diez a una, pero sí de once a doce y media, quizá una... si la siesta de Cecilia se alarga.
Me emociona esta posibilidad, mientras exista. Este fin de semana arreglaré el estudio para esta nueva disposición, que es lo que le sigue a la aspiración. Y entonces sí, a transpirar en la escritura.
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