Si cierro los ojos, ahí está Juan Miguel, extendiendo los brazos como despojando de sábanas polvorosas los edificios antiguos; tan antiguos que mi mente no alcanza a catalogar. Así devela ante mi vista los misterios del tiempo, y la impronta de la gente en esos castillos, templos, puentes, acueductos.
Suele hablar, con ese acento local de su vagar por el mundo; con frases tan densas y económicas, que parecería un guía ensayado; pero ningún guía sostiene esa pasión y agudeza para enseñar.
“Este templo románico habla de cómo se organizaba la Iglesia en esa época; volcada hacia adentro, pequeña, circular, para acoger a grupos sencillos, que vivían una espiritualidad interna, comunitaria; las ventanas tan profundas y pequeñas se deben a que aún no inventaban el vidrio. El alma cristiana era de pequeñas y desnudas ventanas al exterior por las que entraba luz suficiente, franca, no decorada. Los muros austeros, la techumbre baja, todo parecía cobijo espiritual; el cristiano ante su fe, ante su comunidad, ante Dios.”
Arquitecto también, me enseñó el sentido de la historia de la arquitectura: el gótico y “la Iglesia dejó de ver hacia dentro y hacia su comunidad, y buscó a Dios arriba, alto, época de mística, del desarrollo del pensamiento teológico”; el barroco y “la unión con el poder y la riqueza, las puertas grandes y altas, labradas, para que los clérigos pudieran atravesar su autoasignada estatura”; el neoclásico y “la línea de la grandeza hueca”.
Si hay una universidad que me haya enseñado ese conocimiento vivenciado, desde el fondo del ser hacia el entendimiento de lo humano, lo histórico, la naturaleza, es Juan Miguel.
Ese hombre con quien viajé desde el Norte de España hasta la Costa Sur, deteniendo el coche en ermitas perdidas en el camino, en mesas de piedra milenaria que usan los peregrinos de Santiago, en casas de gente sencilla que abría las puertas con igual descaro con que abrían su amistad, rotunda, profunda.
Ese hombre con quien asistí a la celebración más fastuosa y frívola, viendo intacto su espíritu templado y sencillo; hasta la Fiesta más austera, convirtiendo en banquete una frugal cena de verano, sobre un improvisado mantel en la arena.
Hombre fuerte, apostado en tierra como si tuviera encinos por piernas; voz de trueno, escueto, rotundo, augurio de lluvias frescas y cercanas. Agudo, impermeable a la lisonja de boca y oído, vista suficiente para aguzar en la oscuridad, y mínima para dejar pasar la luz.
Juguetón, silencioso, grave, niño, incansable, calmo. Lo recuerdo siempre, ágil, con su cabello vasto y blanco, así, saliendo de aquel monasterio que me ha enseñado en todo su valor; despidiéndose del viejo monje que hace de portero; deteniéndose para echar un último vistazo a distancia. Me recuerdo: Juan Miguel, ¿por qué no le has dicho que eres sacerdote? Enciende el coche y suena igual de grave que su voz; me dice con simpleza: ¿Tú sueles andar aclarando que eres escritora?
Sonrío. Rendida. Igual hoy, que añoro ir de copiloto. Escuchándole, aprendiéndole, y diciéndole lo que siempre se apuña en mi garganta: Te quiero mucho, pero mucho.
Suele hablar, con ese acento local de su vagar por el mundo; con frases tan densas y económicas, que parecería un guía ensayado; pero ningún guía sostiene esa pasión y agudeza para enseñar.
“Este templo románico habla de cómo se organizaba la Iglesia en esa época; volcada hacia adentro, pequeña, circular, para acoger a grupos sencillos, que vivían una espiritualidad interna, comunitaria; las ventanas tan profundas y pequeñas se deben a que aún no inventaban el vidrio. El alma cristiana era de pequeñas y desnudas ventanas al exterior por las que entraba luz suficiente, franca, no decorada. Los muros austeros, la techumbre baja, todo parecía cobijo espiritual; el cristiano ante su fe, ante su comunidad, ante Dios.”
Arquitecto también, me enseñó el sentido de la historia de la arquitectura: el gótico y “la Iglesia dejó de ver hacia dentro y hacia su comunidad, y buscó a Dios arriba, alto, época de mística, del desarrollo del pensamiento teológico”; el barroco y “la unión con el poder y la riqueza, las puertas grandes y altas, labradas, para que los clérigos pudieran atravesar su autoasignada estatura”; el neoclásico y “la línea de la grandeza hueca”.
Si hay una universidad que me haya enseñado ese conocimiento vivenciado, desde el fondo del ser hacia el entendimiento de lo humano, lo histórico, la naturaleza, es Juan Miguel.
Ese hombre con quien viajé desde el Norte de España hasta la Costa Sur, deteniendo el coche en ermitas perdidas en el camino, en mesas de piedra milenaria que usan los peregrinos de Santiago, en casas de gente sencilla que abría las puertas con igual descaro con que abrían su amistad, rotunda, profunda.
Ese hombre con quien asistí a la celebración más fastuosa y frívola, viendo intacto su espíritu templado y sencillo; hasta la Fiesta más austera, convirtiendo en banquete una frugal cena de verano, sobre un improvisado mantel en la arena.
Hombre fuerte, apostado en tierra como si tuviera encinos por piernas; voz de trueno, escueto, rotundo, augurio de lluvias frescas y cercanas. Agudo, impermeable a la lisonja de boca y oído, vista suficiente para aguzar en la oscuridad, y mínima para dejar pasar la luz.
Juguetón, silencioso, grave, niño, incansable, calmo. Lo recuerdo siempre, ágil, con su cabello vasto y blanco, así, saliendo de aquel monasterio que me ha enseñado en todo su valor; despidiéndose del viejo monje que hace de portero; deteniéndose para echar un último vistazo a distancia. Me recuerdo: Juan Miguel, ¿por qué no le has dicho que eres sacerdote? Enciende el coche y suena igual de grave que su voz; me dice con simpleza: ¿Tú sueles andar aclarando que eres escritora?
Sonrío. Rendida. Igual hoy, que añoro ir de copiloto. Escuchándole, aprendiéndole, y diciéndole lo que siempre se apuña en mi garganta: Te quiero mucho, pero mucho.
Comentarios