Cuando anuncié a mi pequeña hija que viajaría a Ciudad Juárez, me preguntó preocupada: ¿Pasarás por las muertas de Juárez?
—No, hija, pasaré por otro lado —dije.
Mentí.
No pasaré por otro lado. Porque no hay otro lado. Las muertas de Juárez nos circundan y sus fantasmas ululan sobre nuestros cráneos, dondequiera que estemos.
No pasaré por las muertas. Quisiera pasar por ellas, sacudir el polvo de su desnudez avergonzada, levantarlas y llevarlas a otro sitio. Al destino a donde se dirigían. Al que soñaban un día llegar. O simplemente revivirlas.
En cambio paseo por Juárez, resguardada en un carro, acompañada de una mujer desconocida. En la ventana encuentro la justificación de mi silencio. Veo un paraje arenoso, lleno de llantas y basura. Supongo que ese no es el lugar por donde se pasa por las muertas. Pero se le parece tanto.
Cuando nos alejamos de ese paisaje, interrumpo mi propio monólogo, para dirigirme a la mujer desconocida que conduce:
—No sé cómo preguntarte por ellas.
—¿Por las muertas? —pregunta desenfadada—. Acabamos de pasar por ahí.
No sé cómo regresar a casa y decirle a mi hija: Sí pasé por las muertas. En un carro donde parecía no correr peligro.
Pasé por las muertas y no fue necesario verlas para saber que ahí estaban.
Pasé por ellas, pero no pude revivirlas, ni honrarlas.
No pasé por otro lado, porque la gente sigue pasando por ahí, indolente; y ese lugar no les merece ni una oración, ni un lamento; pisan groseramente, como quien profana una tumba.
Y todos los días pasamos por las muertas de Juárez y por otras muertas, y por otros muertos.
No nos conmueve que nuestro cuerpo también es mortal y se puede asesinar, y que nuestra piel es blanda y cualquier cuchillo la puede horadar, y que nuestros huesos son quebradizos y cualquier quijada los puede triturar.
Pasamos sobre otros muertos, pensando que nosotros no morimos.
Es probable que deshonrar muertos, ignorar muertes, frivolizar el dolor de otros no detenga nuestro camino; tal vez hasta lo apresure, para seguir pasando por encima de las muertas de Juárez o de otros muertos, eso sí, con un alma cada vez más inexistente.
—No, hija, pasaré por otro lado —dije.
Mentí.
No pasaré por otro lado. Porque no hay otro lado. Las muertas de Juárez nos circundan y sus fantasmas ululan sobre nuestros cráneos, dondequiera que estemos.
No pasaré por las muertas. Quisiera pasar por ellas, sacudir el polvo de su desnudez avergonzada, levantarlas y llevarlas a otro sitio. Al destino a donde se dirigían. Al que soñaban un día llegar. O simplemente revivirlas.
En cambio paseo por Juárez, resguardada en un carro, acompañada de una mujer desconocida. En la ventana encuentro la justificación de mi silencio. Veo un paraje arenoso, lleno de llantas y basura. Supongo que ese no es el lugar por donde se pasa por las muertas. Pero se le parece tanto.
Cuando nos alejamos de ese paisaje, interrumpo mi propio monólogo, para dirigirme a la mujer desconocida que conduce:
—No sé cómo preguntarte por ellas.
—¿Por las muertas? —pregunta desenfadada—. Acabamos de pasar por ahí.
No sé cómo regresar a casa y decirle a mi hija: Sí pasé por las muertas. En un carro donde parecía no correr peligro.
Pasé por las muertas y no fue necesario verlas para saber que ahí estaban.
Pasé por ellas, pero no pude revivirlas, ni honrarlas.
No pasé por otro lado, porque la gente sigue pasando por ahí, indolente; y ese lugar no les merece ni una oración, ni un lamento; pisan groseramente, como quien profana una tumba.
Y todos los días pasamos por las muertas de Juárez y por otras muertas, y por otros muertos.
No nos conmueve que nuestro cuerpo también es mortal y se puede asesinar, y que nuestra piel es blanda y cualquier cuchillo la puede horadar, y que nuestros huesos son quebradizos y cualquier quijada los puede triturar.
Pasamos sobre otros muertos, pensando que nosotros no morimos.
Es probable que deshonrar muertos, ignorar muertes, frivolizar el dolor de otros no detenga nuestro camino; tal vez hasta lo apresure, para seguir pasando por encima de las muertas de Juárez o de otros muertos, eso sí, con un alma cada vez más inexistente.
Comentarios
Felicidades por este y el de los gatos
¿Y qué le dijiste a Mariana?
A tu respuesta: ¿te entendió?
Al leer tu texto, irremediable y automáticamente pensé en BEBER UN CALIZ, del buen Ricardo Garibay.
Pensé en su particular forma de ver la muerte (o de apreciar la vida).
A Garibay, a quien descubrí por ustedes, por cierto, Marian, hace ya varios años.
(ah, ese libro lo tengo prestado; haré que me lo regresen... pero esto ya debería ir en mi blog).
Te saludo con el afecto de siempre.
JM