
Antes tenía una sensación cuando llovía: afuera estaba el riesgo, la intemperie, la frialdad, el desamparo, el riesgo; y bajo el techo de mi casa tenía la seguridad, la tibieza, la compañía. Me gustaba que lloviera y ver por el enorme ventanal de casa y sentirme así, entre la vulnerabilidad propia y solitaria y la fortaleza de mi entorno.
De repente esto cambió. Tuve una experiencia algo traumática durante una lluvia muy intensa, y me di cuenta que aún dentro de casa podía estar en riesgo, podía ser vulnerable, podía estar insegura y amenazada.
Cuando me mudé a esta ciudad, en la que tan frecuentemente llueve, esa sensación de vulnerabilidad persistía. La lluvia me despertaba de noche con miedo a volver a vivir el riesgo, la inseguridad, la amenaza.
Ayer estuvo lloviendo con cierta consistencia e intensidad. Tomé a mi bebé en los brazos, nos asomamos por la ventana. Y ahí estuvimos, ante esa luz mate, que saca la belleza discreta de los colores; viendo las copas de los árboles empapados; escuchando el agua escurridiza, firme.
Y me di cuenta que el miedo se ha disipado. No sé si porque no es ahora la casa la que me protege, sino yo la casa que protege; no sé si es porque los recuerdos amenazantes han quedado diluidos en estas otras lluvias; no sé si porque, sobre cualquier miedo, vale la pena mirar la vida, enseñarle a mi bebé a verla, redescubrirla a través de ella.
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