El primer concierto al que fui en mi vida fue de Emmanuel. Guaymas. Auditorio Cívico. Primera fila, a dos metros de sus zapatos blancos. Eran los ochenta, 1984, para ser precisos. Yo tenía 13 años. Y siendo toda una groupie me vestí lo más parecido que podía a la estrella: un pantalón high-waisted (diría ahora Mariana), con una especie de fajín en la cintura, una chamarra de algo parecido a polipiel, con mangas de mariposa y elástico en la cintura. Peinado de capas, con alitas.
Era mi primer concierto. Era Emmanuel. Mis padres nos flanqueaban a mi hermana pequeña y a mí, en los lugares preferentes de todo el auditorio. Mi corazón ñoño me rebotaba por el pecho de manera incontrolable. Estaba lista para cantar y bailar todas las canciones. Todas me las sabía: sí, hasta esas del 76, 77, 78 que nadie conocía, canciones de protesta; porque casi todos habían descubierto a Emmanuel en 1980 con aquellas canciones melosas de "Todo se derrumbó", "Quiero dormir cansado", "Con olor a hierba".
Pero justo antes de empezar las máquinas de humo a inundar el escenario; con su rayo laser, que era la gran innovación en México; las luces que se movían, otra aportación; mi padre nos aleccionó a mi hermana y a mí: "No griten, no se levanten de sus lugares, no se comporten como loquitas". Mi corazón dio un rebote grande y agonizante. ¿Cómo? ¿No me puedo levantar cuando lo tengo a dos metros? ¿Cuando él bailará en la orilla del escenario y estirará la mano para saludarme, porque se dará cuenta que me sé todas las canciones (sí, sí, hasta las de antes, las que él componía) y que soy su gran fan, la más leal? Mi hermana, que estaba por los 10 años y en ella sí se justificaba la ñoñez, preguntó: ¿y sí podemos aplaudir? ¿...y cantar? Sí, eso sí estaba permitido.
Anoche volví a los 80. Fue idea de mi gran amiga Edith. Ahí estábamos en el Auditorio Nacional de la Ciudad de México. A más de 300 metros del escenario, eso seguro. Ya no estaban mis padres conmigo, sino esa voz interna: eres una cuarentona, mucho cuidadito, te mantienes calmadita, sin hacer desfiguros.
Pero llegó la "Chica de humo" y recordé a mi madre, que se autonombraba así para hacernos simpático su antipático hábito por el cigarro; recordé a Miriam, mi mancuerna y compinche laboral, que me dijo "Bailas la Chica de humo por mí"; y vi a Edith levantarse, tan libre como es, mientras me daba una patada en la espinilla: "Órale, levántate, esa sí la vamos a bailar". Entonces me levanté del asiento y bailé y canté. No como lo hubiera hecho a mis 13 años; es una de tantas deudas impagables a la yo de antes. Pero sí como baila una mujer de 43 años, que ya escucha otra música, pero que comparte con su amiga la alegría de existir y de compartir esta ciudad ya no tan ajena ni del todo propia. Y un homenaje a mi madre, mi eterna "Chica de humo".
Era mi primer concierto. Era Emmanuel. Mis padres nos flanqueaban a mi hermana pequeña y a mí, en los lugares preferentes de todo el auditorio. Mi corazón ñoño me rebotaba por el pecho de manera incontrolable. Estaba lista para cantar y bailar todas las canciones. Todas me las sabía: sí, hasta esas del 76, 77, 78 que nadie conocía, canciones de protesta; porque casi todos habían descubierto a Emmanuel en 1980 con aquellas canciones melosas de "Todo se derrumbó", "Quiero dormir cansado", "Con olor a hierba".
Pero justo antes de empezar las máquinas de humo a inundar el escenario; con su rayo laser, que era la gran innovación en México; las luces que se movían, otra aportación; mi padre nos aleccionó a mi hermana y a mí: "No griten, no se levanten de sus lugares, no se comporten como loquitas". Mi corazón dio un rebote grande y agonizante. ¿Cómo? ¿No me puedo levantar cuando lo tengo a dos metros? ¿Cuando él bailará en la orilla del escenario y estirará la mano para saludarme, porque se dará cuenta que me sé todas las canciones (sí, sí, hasta las de antes, las que él componía) y que soy su gran fan, la más leal? Mi hermana, que estaba por los 10 años y en ella sí se justificaba la ñoñez, preguntó: ¿y sí podemos aplaudir? ¿...y cantar? Sí, eso sí estaba permitido.
Anoche volví a los 80. Fue idea de mi gran amiga Edith. Ahí estábamos en el Auditorio Nacional de la Ciudad de México. A más de 300 metros del escenario, eso seguro. Ya no estaban mis padres conmigo, sino esa voz interna: eres una cuarentona, mucho cuidadito, te mantienes calmadita, sin hacer desfiguros.
Pero llegó la "Chica de humo" y recordé a mi madre, que se autonombraba así para hacernos simpático su antipático hábito por el cigarro; recordé a Miriam, mi mancuerna y compinche laboral, que me dijo "Bailas la Chica de humo por mí"; y vi a Edith levantarse, tan libre como es, mientras me daba una patada en la espinilla: "Órale, levántate, esa sí la vamos a bailar". Entonces me levanté del asiento y bailé y canté. No como lo hubiera hecho a mis 13 años; es una de tantas deudas impagables a la yo de antes. Pero sí como baila una mujer de 43 años, que ya escucha otra música, pero que comparte con su amiga la alegría de existir y de compartir esta ciudad ya no tan ajena ni del todo propia. Y un homenaje a mi madre, mi eterna "Chica de humo".
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