Tengo cartas que Federico Cambpell me escribió cuando yo era una jovencita que entraba en los 20 y hacía periodismo cultural. Consejos, reflexiones, anécdotas. Nunca merecí una sola palabra de él. Pero Campbell era así de generoso, así de desparramado, así de sencillo. Su mirada y gesto acusaban una desazón interna, un desagusto, una incomodidad. Pero su interés por lo que estaba fuera, por quienes estábamos fuera de él era entusiasta, optimista, bondadoso.
Murió y ante la muerte tengo esa resignación a priori de quien ha pasado varias veces por el duelo, casi como si fuera una anciana que ya se ha despedido mil veces de sus amigos y ha pensado demasiado sobre su propia muerte. Duele, en sosiego. Pero que Federico Campbell haya muerto de influenza me enoja. Me enoja porque algo me dice que este gobierno no está haciendo lo que tiene que hacer para detener la muerte. Así sea paralizar el país durante una semana, ¡qué importa! si eso nos hubiera salvado a Federico Campbell y a otras 532 personas más que han muerto en este año.
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