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Pero ellos

Carlos Sánchez, Hugo Medina, Lorena Enríquez y yo nos pusimos frente a un salón repleto de jóvenes universitarios. Vi muchas caras. Las observé, como siempre, tratando de ver vidas en los rostros, en los zapatos, en el collarín que alguna llevaba.

Pero Lorena. A ella la conocí desde antes de que naciera mi hija, ambas estábamos casadas, nos saludábamos fuera de casa de Lola, una de mis mejores amigas. Ellas eran vecinas. Lore se acercaba y siempre comentaba algo sobre literatura, su gran pasión. Al paso del tiempo, se nos ha desvanecido una forma de vida, y ha perdurado y se ha fortalecido la apuesta por la literatura. Yo no dejando de escribir, ella dando clases.

Pero Carlos. Es amigo de mis amigos. A mí sólo me lo presentaban. Ayer estuvimos codo con codo, compartiendo micrófono. Y reconocí esa postura ante la literatura del que pica piedra, del que mete una de las manos a las llagas y con la otra sostiene una linterna para mirarse (para iluminarse), del que escribe porque tiene cosas que vive y cosas que contar. Y es la postura que más admiro en alguien que escribe.

Pero Imanol. Entrevistó hace menos de una semana a Manuel. Caneyada se apellida. Tengo datos vagos: llegó de lejos (¿qué es lejos?), hace periodismo cultural, está colaborando con Alejandra Olay. Leo la entrevista. Me gusta. Me presantan a Imanol dos o tres veces en el mismo evento. Y mientras hablo de eso, que no sé si es importante, pienso que lo verdaderamente importante es que llegue gente de fuera a esta isla que es Sonora, y que dialogue. Y cuando termino de hablar quedamos para una entrevista con café el viernes, antes de mi taller.

Regreso a casa. Por la carretera. Pensando en quien me espera. Pensando en toda la gente que me falta por conocer. Y pensando en toda la gente que conozco y nunca veo y nunca acabo de conocer.

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